La media sanción que la Cámara de Diputados dio a principios de julio a la ley de urbanización de villas de emergencia volvió a poner en discusión la problemática de la segregación urbana. Un breve viaje por la historia de los asentamientos informales en la ciudad nos puede ayudar a comprender mejor este fenómeno.
Si le preguntamos a cualquier vecino porteño sobre el origen de las villas miseria, es probable que las asocie a períodos de crisis económica, como los finales de los años 90. El razonamiento es: a mayores niveles de pobreza, mayor población que vive en condiciones de hacinamiento y en espacios marginales de la ciudad.
Aun cuando esto es en parte cierto, un recorrido por la historia de las villas de emergencia nos muestra que en realidad estos asentamientos son una parte permanente del paisaje de nuestra ciudad desde que esta comenzó a crecer aceleradamente de la mano de la gran inmigración a fines del siglo XIX.
En efecto, ya en los años de la Generación del 80, cuando la pujante economía argentina iba convirtiendo al país en el “granero del mundo” y las grandes familias terratenientes construían sus palacetes céntricos, surgieron los primeros asentamientos informales en los márgenes de la ciudad.
Viajeros que en la época recorrieron Buenos Aires dejaron constancia de barrios como La Quema, al sur del actual Parque Patricios, habitados por pobladores que deambulaban por los basurales en busca de alimentos. Allí, donde la ciudad se volvía baldío y comenzaban los bañados del Riachuelo, proliferaron improvisadas casas de chapa, lo que derivó en el nombre “barrio de las latas”.
Estos contrastes sociales cobraron gran visibilidad en los años 30, cuando los rigores de la Gran Depresión generaron altísimos niveles de pobreza y desempleo. Es entonces que surge la llamada “Villa Desocupación”, asentamiento de obreros polacos y de otros países de Europa del Este que, habiendo perdido sus empleos, establecieron un ordenado barrio de casillas en la zona del Puerto Nuevo (Retiro). Este asentamiento, sin embargo, tuvo corta duración, y ya a mediados de la década las autoridades lo disolvieron.
Fue, paradójicamente, en una de las épocas de mayor prosperidad para los sectores populares argentinos cuando las villas de emergencia comenzaron a tener un desarrollo continuado y creciente.
Durante el primer y segundo gobierno de Perón, al compás de una industrialización acelerada y de fuertes migraciones del campo a las grandes ciudades, la nueva población obrera comenzaba a poblar la periferia del Gran Buenos Aires y a establecerse en una ciudad que no tenía la infraestructura urbana y habitacional para contenerla. Incluso los generosos planes de vivienda social del gobierno peronista fueron insuficientes, y surgieron en los tempranos años 50 barrios como la actual Ciudad Oculta en Villa Lugano, la Ciudad Perdida en Mataderos, la actual Villa 31 o la villa del Bajo Belgrano.
Fueron los militares que derrocaron a Perón en 1955 los que, segunda paradoja, denunciaron la existencia de las villas miseria, utilizándolas como un argumento para afirmar lo ilusorio de las políticas sociales del peronismo (la “segunda tiranía”), que no había sido capaz de prestar atención a este flagelo.
Más allá del oportunismo de estas acusaciones, lo cierto es que durante los años 50 y 60 la temática de la marginación urbana se volvió un elemento importante del debate público. Fue entonces que se acuñó el nombre “villa miseria”, a partir de la novela de 1957 del escritor Bernardo Verbitsky, Villa miseria también es América.
En esas décadas se sucedieron, tanto en gobiernos militares como civiles, fuertes políticas hacia los asentamientos informales, dentro de los cuales primó lo que podría llamarse una estrategia doble: por un lado, la erradicación de estos barrios, a través de demoliciones y relocalizaciones forzadas; por otro, la provisión a las poblaciones de las villas de nuevos conjuntos habitacionales de un lenguaje arquitectónico modernista (los famosos monoblocks de Villa Lugano o de Catalinas Sur). La idea por detrás de estos grandes conjuntos era proveer una vivienda moderna y una adaptación a la vida urbana a los habitantes de las villas, que eran despectivamente considerados como una población que carecía de los valores culturales y morales de la ciudad.
El tipo de solución de esa época, además de eventualmente ineficaz (las villas miseria de la ciudad no pararon de crecer y llegaron a albergar más de 200 mil personas hacia mediados de los años 70), fue criticada ya en su momento, como lo es actualmente, por su naturaleza compulsiva y autoritaria. Población que vivía desde hace muchos años o que incluso había nacido allí era forzada a abandonar sus hogares y zonas de la ciudad, para establecerse, en el mejor de los casos, en departamentos alejados, o muchas veces en barrios transitorios igualmente precarios ubicados en la periferia urbana. Esta línea de acción se profundizó durante la última dictadura militar, que implementó grandes y masivas políticas de erradicación.
Ya en democracia, los años 80 y 90 vieron un resurgir de las villas de emergencia, esta vez sí como consecuencia del deterioro general de la situación socioeconómica del país y de la ciudad.
Es así que llegamos a la actualidad, con unas 250 mil personas en CABA y unos 3,5 millones en todo el país viviendo en asentamientos informales.
Lo que este breve recorrido nos muestra es que durante gran parte del siglo XX la existencia de estos asentamientos se debió no solo a los indicadores generales de pobreza, sino más que nada a la lógica del crecimiento urbano: factores como el aumento de la población de las ciudades, el precio del suelo y de la construcción, o la disponibilidad de crédito determinan dónde y cuándo se generan estos espacios de marginación.
Está en la regulación de este crecimiento la llave para facilitar una ciudad más integrada o, por el contrario, una con iguales o mayores niveles de segregación.
*El autor es historiador.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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