
En Quibdó hace calor, pero llueve todo el tiempo. Y dicen que las primeras impresiones son siempre las más importantes, con las que uno se queda. La primera vez que fui a la capital del Chocó me encontré con una ciudad fría y cenicienta, pese a la sensación de calor. Llegué allí para hablar con la madre de un muchacho muerto.
Conocía la historia del asesinato del hijo de doña Ana. Desde que la descubrí, había intentado hablar con ella. Necesitaba que ella misma me lo contara. Lo primero que hice al instalarme en el hotel fue escribirle a su celular, diciéndole que quería hablar sobre su hijo, pero no me prestó atención, o simplemente no quiso hablar del tema. No me contestó a la primera.
Como doña Ana, muchas son las mamás en Quibdó que han visto fallecer a sus hijos. En apenas medio año, más de 15 jóvenes fueron asesinados en la capital chocoana, o al menos esos son los que ha reconocido la Policía Nacional.
Cuando Ana Rodríguez escuchó el rumor de que su hijo estaba muerto, pensó que se trataba de una broma de mal gusto, pero cuando cayó en la cuenta, el dolor fue indescriptible. Había puesto la denuncia de su desaparición, pero el correr de las horas le fue confirmando lo peor. Una conocida suya la llamó al teléfono en la noche del 1 de junio de 2022 para avisarle que habían encontrado un cuerpo y podría ser el de su hijo. Lo que vino después es algo que lleva tatuado en su memoria y le corroe por dentro.
Le dijeron que habían hallado un cuerpo en el sector de La Arrocera, en Álamos, en el norte de la ciudad. Cuando llegó al barrio, pese a que muchos le insistieron que no fuera, y menos a tan altas horas de la noche, entre dos casas, en medio de un potrero, reconoció los zapatos de su hijo en un cadáver que yacía bajo unas tejas. Llamó a la Policía y los alertó, después le vio el rostro inerte a su criatura.
El día que llegué a Quibdó, salí a caminar un poco, aprovechando que se estaba haciendo un festival de cine africano en la ciudad. Me refugié al interior de una sala diminuta, en una casa museo dedicada al África, y justo la película que vi era sobre una madre: ‘Bantú Mama’, de Iván Herrera, el cineasta dominicano.
En realidad, la protagonista de la película, que es encarnada por Clarisse Albrecht, no era una madre en sí, es decir, nunca había parido, pero conforme avanza la cinta termina convirtiéndose en una. Ella intenta, a pesar de todo, regresar a sus orígenes, dar con la justicia de su felicidad. En eso se me hizo muy parecida a doña Ana, que ante las pérdidas y las congojas, no ha bajado la cabeza. Doña Ana es una ‘Bantú Mama’, y así las madres de tantos muchachos muertos en esta ciudad.
En medio de la lluvia y el sonido de las aguas del río Atrato mientras pasan, los habitantes de Quibdó viven a merced del conflicto. Ya poca gente sonríe como antes. Saben bien por lo que están pasando, y es que esto no es de hace unos meses, sino de años, más de seis. Robos, asesinatos, desapariciones, jóvenes reclutados para delinquir, bandas criminales, gente que no se siente ni de aquí ni de allá; muertos, muertos y más muertos.
Desde el año 2013, es una de las tres capitales de Colombia con mayores tasas de homicidio al año. En la última década, las cifras en Quibdó han superado en más de una ocasión el promedio nacional, según un informe del Centro de Estudios para la Seguridad y Drogas de la Universidad de Los Andes.
La gente se va cansando de que el estado no intervenga lo suficiente. Hay grafitis en las calles que exigen su presencia. Los jóvenes no saben si es por negros o por lo lejos que se encuentran, que Colombia les da la espalda.
Cinco años después de la firma de los acuerdos de paz, lo más ilusorio en la vida de esta gente es justamente eso, la paz. Sus días transcurren a merced de una guerra que no hace mucho ruido, pero sí se lleva mucho. Cuando hago una pregunta al respecto, caminando por la calle, cerca del malecón, la gente me mira con temor. Una mujer en una tienda, que también se llama Ana, o al menos eso es lo que dice el anuncio junto a la sede del Centro Musical Batuta, me sugiere que mejor no pregunte.
El silencio parece haberse apoderado de todos y lo que más ruido hace en estas calles grises no son las gentes sino los ecos de los muertos que se va llevando el río. Quibdó no es otra cosa distinta a un campo de batalla, y el único momento del año en que todos miran hacia allá es en los días de San Pacho.
Uno de los voceros juveniles de la ciudad me cuenta que en su intento por controlar la capital chocoana, el ELN y el Clan del Golfo, que aún ostenta la bandera de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia en varios territorios de la región pacífica (hace unos días la encontré izada en Playa Soledad, en la bahía El Aguacate, en el municipio de Acandí), se han aliado con bandas locales.
Según él, cada uno opera a su manera. Los unos hacen ruido y amenazan, y quitan y matan. Los otros piden silencio, paran los homicidios, brindan un relativo concepto de seguridad. “Al clan le interesa mantener la calma, porque saben que, si hay ruido, las autoridades se alertan”. Visten uniformes, como si fueran policías, pero no ayudan, sino que causan problemas.
En informes de la Dijín, que opera en el departamento del Chocó, correspondientes al final del año 2019 y el primer trimestre de 2020, la Policía señala a cinco organizaciones criminales que son las responsables de la convulsa situación en Quibdó y sus zonas aledañas. Además del Clan del Golfo, cuya presencia aún se asocia a las AGC, se encuentran las organizaciones denominadas como “Fuerzas Armadas Mexicanas (Los Mexicanos), con poder en los barrios El Caraño, Ciudadela Mía, Bonanza, Porvenir, Minuto de Dios, Zona Minera y La Aurora, y pese a su nombre no tienen relación comprobada con carteles mexicanos; “Los Palmeños”, “Los Locos” y “Los Rapados”, dedicadas a la delincuencia común e identificados sus miembros, en su mayoría, por las autoridades.
Sin embargo, más allá de los asesinatos y los robos, del microtráfico y los secuestros, no todo en Quibdó es obra de estos grupos. Mucho tiene que ver también con el abandono del estado. En 15 años, según cifras de la Gran Encuesta Integrada de Hogares del Dane, la capital chocoana creció en población, pero no en desarrollo. En los últimos tres meses de 2020, el desempleo en la ciudad quedó registrado en un 20%, siendo uno de elos índices más altos en el país.
“Aquí no hay más que desplazados y gente intentando tener una vida”, me cuenta uno de los líderes juveniles. Todos ellos me han pedido que no reveles sus nombres, por razones de seguridad.
A mediados de la década de los 90, Quibdó comenzó a ser la receptora de una amplia población de desplazados por la violencia en el departamento. A sus calles arribaron gentes de distintos municipios del Chocó. El conflicto armado y la presencia de grupos paramilitares, de los cuales algunos aún permanecen en el territorio, provocaron la masiva movilización de familias y comunidades enteras de campesiones, indígenas y afros. Alrededor de 35.771 personas llegaron a la capital del departamento, según cifras de la Fundación Ideas para la Paz.
Esta situación, ante las pocas herramientas de la ciudad para hacerle frente, fue aprovechada por el crimen organizado en la región y desde entonces, la crisis ha crecido exponencialmente. No hubo control en su momento y no lo hay ahora.
Por lo menos unos doscientos jóvenes fueron asesinados en la ciudad durante 2021, y en el curso de seis años y medio, cerca de 600 jóvenes y niños han fallecido víctimas de la violencia, pero el estado colombiano poca atención le brinda a esta guerra sigilosa, más allá de que los medios la han documentado y todo el mundo sabe que Quibdó está al borde del colapso. La violencia continúa, se hace invisible, gana terreno.
Cada tanto los jóvenes salen a marchar, a pedir por sus derechos, a rogar que se pare esta matanza, pero para los verdugos un susurro de súplica no es suficiente. Así como cae la lluvia sobre la ciudad, las lágrimas de las madres se deslizan sobre los pisos de las habitaciones vacías de sus hijos muertos.
Cuando no los matan, se los llevan, aún siendo unos niños. Decir algo es muy riesgoso. Las familias viven a merced del lema “A veces, es mejor callar que luchar”. Esa parece ser la consigna de todos en Quibdó.
En el barrio El Reposo, los niños son buscados por los grupos armados desde los 12 años. Les ofrecen droga o dinero para hacer diligencias, campanear, cargar un arma o llevar un mensaje. Les pagan con billetes de 10.000 o la bareta, que les sirve para drogarse o venderla. Eso los hace sentirse poderosos.
Cada tanto aparecen dedos sin dueño, pies, cabezas entre las basuras, cuerpos enteros. Nadie dice nada, porque el de al lado siempre está mirando, y ese sí puede dar el grito, con un 556 entre el pantalón.
El caso de la muerte del hijo de Ana Rodríguez me llevó a otros tres casos, ocurridos en 2021. Curiosamente, los tres tenían que ver con el mundo del baile, y ninguno de ellos pudo ver cumplidos sus sueños. Uno partió a los 18 años, el otro a los 22, y el otro a los 24.
Francisco Cuesta Córdoba dejó Bojayá junto a su familia para huir de la violencia. Llegó a Quibdó con la esperanza de conseguir un mejor futuro. Tenía 24 años cuando cometió el error de cruzar una frontera invisible entre dos barrios. Lo asesinaron el 4 de abril de 2021. Hacía parte del grupo ‘Black Boys’, una corporación que trabaja desde hace nueve años para que niños, niñas y jóvenes de todas partes del Chocó encuentren en el baile una salida a su realidad, un camino distinto a la violencia. “El baile une a los pueblos”, es su slogan.
El grupo fue fundado, y aún es liderado, por Jonathan Martínez Quintero, ‘Bon Ice’, quien desde el inicio no ha parado de hacerle frente a la difícil situación en la ciudad a través del baile.
Un documental titulado “A menos que bailemos” retrata las experiencias de la agrupación y da cuenta de las estruendosas cifras de los jóvenes ejecutados en la capital de Chocó entre 2020 y 2021. La producción es apoyada por la Usaid (La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) y relata la historia de superación de cuatro jóvenes del barrio 2 de mayo, uno de los más violentos de Quibdó.
Francisco estaba por graduarse como ingeniero agroforestal en la Universidad Tecnológica del Chocó. Vivía en el barrio Dos de Mayo, sitio en el que viven otras familias que huyeron en algún momento de la violencia y terminaron metidas en zona de guerra, sin saberlo.
El sábado 15 de agosto de 2020, el cuerpo de José Yuher Palacios Mena fue encontrado con signos de tortura. Tenía quemaduras en varias zonas y cortes de machete. No conformes, sus verdugos le pegaron varios tiros para acabar con su vida. No había cumplido aún los 18 años. Era parte también de los ‘Black Boys’.
Pese a que la idea del grupo es alejar a los jóvenes de la violencia, ofrecerles algo distinto, varios de sus miembros han sido asesinados en estos años. Entre ellos, José Yuher. “Somos una familia y a pesar de que hemos tenido muchos golpes por la violencia, que nos ha arrebatado a varios integrantes, seguimos resistiendo, porque es lo que hacemos”, le dijo ‘Bon Ice’ en alguna ocasión a un medio antioqueño. “Si nos caemos, nos levantamos, porque nuestra meta es demostrarle a la nueva generación que a través del arte se resiste”.
Pero el baile no puede hacerle frente solo a la violencia. Si no hay apoyo por parte del Gobierno, pronto la ciudad se quedará sin jóvenes. En Quibdó, los jóvenes son víctimas y victimarios. Si no hay oportunidades para ellos, terminan a merced de los grupos armados. Es la única salida que contemplan en algún punto de sus vidas.
Según un reporte entregado por la Policía Nacional a inicios de 2021, entre 2019 y 2020, el 54% de los asesinatos en la ciudad tuvo como víctimas a jóvenes menores de 30 años. Algunos de ellos ni siquiera habían alcanzado la mayoría de edad.
Unos días después, el 29 de agosto de ese mismo año, mientras se encontraba en una fiesta junto a varios de sus amigos, Kevin Samir Murillo fue asesinado. Cuando lo encontraron, tenía un disparo en el pecho. Nadie sabe aún quienes fueron sus ejecutores, pero las sospechas apuntan siempre a los mismos. Acá, a los jóvenes les quitan la vida y nadie hace nada.
Kevin era hermano de uno de los bailarines que hace parte del grupo ‘Jóvenes Creadores del Chocó’. Se estaba preparando para ser policía, pues su intención era hacerle frente a la situación de su ciudad y así ayudar a la gente. Cuando a Doña Chola, su madre, la llamaron para darle la noticia de su asesinato, sintió la misma herida en el pecho con la que su hijo falleció. Tenía tan solo 22 años.
Léimar Padilla era el nombre del hijo menor de doña Ana Rodríguez. Se lo mataron en mayo de 2022, y aún ella desconoce las razones. No tenía más de dieciséis años. Lo torturaron y luego le dieron tres balazos en la cabeza.
En la búsqueda de alguien que pudiera hablarme sobre él, me vi explorando durante horas su cuenta de Facebook, como esperando que la cuenta de este niño muerto me dijera algo. La frase en la descripción de su perfil me heló los huesos: “Mi cuerpo dejará de bailar cuando mi corazón deje de latir”.
Una de las primas de Léimar accedió a hablar conmigo. Me dijo que aún nada ha cambiado, todo sigue igual. “Me da mucha tristeza hablar del tema (…) Da rabia e indignación que en Quibdó solo haya boletos de salida para uno cuando cruza la puerta de su casa, pero no de regreso. Volver es un privilegio, una bendición”.
Luego de su muerte, dos jóvenes más fueron asesinados en Quibdó, el 4 y el 22 de junio, y sobre ellos pocos registros hay en la prensa. Hago preguntas, pero en fin de semana la Policía local no da respuesta, y la gente, prefiere no hablar.
“Doña Ana, me gustaría que me contara qué ha pasado con el caso de su hijo”, le escribo a esta mujer, que lleva la imagen de Léimar en su perfil de WhatsApp. Ella no contesta, pero luego de unas horas, no sé si porque ha notado mi insistencia y se compadeció, o simplemente porque se cansó de que le escribiera, me responde: “Nadie dice nada, ni siquiera lo pronuncian”.
Vine a Quibdó para hablar con la madre de un muchacho muerto, y luego de conversar con ella, aunque fuera un poco, comprendo el vacío que quedó sobre su pecho, el mismo que yace ahora entre ella y el mundo.
“Ellos quieren que sea yo quien haga la investigación y les diga qué fue lo que pasó con mi niño”, me dice, y noto en su voz la impotencia. “Solo llamaron el día que escucharon la noticia en Caracol. Me citaron allá, pero no me dieron ningún resultado”.
Las supuestas investigaciones para dar con los responsables del asesinato de Léimar Padilla corren por cuenta del fiscal Jaime Trujillo Luna, el único nombre que doña Ana recuerda entre tanta gente que le dijo algo al morir su hijo. Él fue uno de los miembros de las autoridades que la atendieron, pero solo por trámite, al parecer, pues no ha avanzado nada el caso en casi cuatro meses.
“Acá hay muchas familias que estamos sufriendo lo mismo, pero como nadie habla, entonces no hay nada que hacer. Yo solo quiero entender por qué me quitaron a mi niño”.
La vida de Ana Rodríguez no volverá a ser la misma, eso es obvio, pero al menos la verdad sobre la muerte de su hijo le proveerá de tranquilidad. Mientras veo por la ventana cómo llueve a cantaros sobre esta ciudad, pienso en cómo se sentirá a diario esta ‘Bantú Mama’, en lo difícil que debe ser respirar. “Gracias, mijo”, me dice, solo por el hecho de que reconoce que soy de los pocos que preguntan por su hijo. El silencio ha sido estruendoso.
Pienso en todas las familias de los muchachos muertos en Quibdó durante los últimos años, en lo que sería estar en sus zapatos al menos por un día, y ruego a Dios que llegue algo mejor para ellos.
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