Su nombre, arraigado en la tradición de la crónica latinoamericana y en el retrato de mundos marginales y marginados, resultó la sorpresa ganadora de la nueva edición del Premio Alfaguara con la novela El tercer paraíso, una ficción que cruza la historia personal y la historia colectiva de Chile, el país en el que Cristian Alarcón, director de la revista Anfibia, nació en 1970 y donde vivió hasta que, siendo aún un niño, llegó a la Argentina con su familia, huyendo de la dictadura de Pinochet. Una novela “feminista, queer y botánica”, definió su autor, que, aunque narra hechos históricos, centra el argumento en lo más íntimo y privado: la búsqueda de la felicidad del protagonista, quien emprende esa pesquisa existencial a través del cultivo del propio jardín.
Hay semejanzas y diferencias entre la biografía del autor y la historia narrada; hay en ambas una pandemia al acecho y un grado de incertidumbre con respecto al futuro que, así como llevó a la humanidad a concentrar su curiosidad en la búsqueda de fotos del pasado, condujo a Cristian Alarcón a revolver el cajón de los ancestros después de décadas dedicadas al periodismo, a los mundos sumergidos y a la innovación de su oficio, alentó en él la introspección y el trabajo de sus manos con la tierra: la naturaleza y sus reglas como refugio en la vida y también en la escritura.
Cristian no para, es un motor que no se apaga nunca. Tiene alma, genes, ambiciones de fundador. Crea géneros, medios, equipos de trabajo, modos de mirar el mundo; también se crea a sí mismo cada tanto. Desde el periodismo, a partir de los mejores elementos clásicos y con un ojo en el futuro renovó la crónica y sus libros se transformaron en hitos y ahora, desde la crónica y de su pelea con lo que entiende el agotamiento de un ciclo, tal vez le haya llegado la hora de renovar la novela, un género en mutación constante. La novela, esa forma de crear belleza que en las últimas décadas encontró destino en la hibridez, en lo anfibio, como el nombre de la revista y la característica del periodismo que supo ver antes que nadie Cristian Alarcón, el periodista, el cronista, el empresario a la cabeza de medios innovadores. El novelista.
A propósito del premio a El tercer paraíso, el jurado presidido por Fernando Aramburu, el celebrado autor de Patria, destacó “el vigor narrativo de una hermosa novela, con una estructura dual. Ambientada en diversos parajes de Chile y Argentina, el protagonista reconstruye la historia de sus antepasados, al tiempo que ahonda en su pasión por el cultivo de un jardín, en busca de un paraíso personal. La novela abre una puerta a la esperanza de hallar en lo pequeño un refugio frente a las tragedias colectivas”.
La editorial Penguin Random House, por su parte, elige contar así de qué se trata esta primera novela de Alarcón: “La historia, la botánica y el relato familiar confluyen en él y marcan el carácter del protagonista, sus elecciones vitales y su manera de estar en el mundo. Esta novela es un relato luminoso sobre la vida cotidiana de un individuo pero también sobre las tragedias colectivas que nos acechan. Lo pequeño, lo sencillo, ese paraíso personal que construimos como refugio es también, en última instancia, lo que siempre nos salva.”
La novela llegará a las librerías a partir del 24 de marzo y sin dudas será uno de los grandes títulos de la próxima Feria del Libro de Buenos Aires, que retoma el formato presencial luego de dos años, así como seguramente también será una esperada novedad de otras ferias latinoamericanas. Entusiasmado y feliz, en una tarde plomiza que parpadeaba sol sin demasiado énfasis, pocas horas después de que se conociera la noticia del premio el autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, Si me querés, quereme transa y Un mar de castillos peronistas, entre otros libros, charló con Infobae de esta nueva apuesta de su escritura, de la importancia de recuperar los vínculos y las emociones como una manera de resistir ante el nuevo “fin del mundo”, del momento de cambio que está viviendo Chile, el país en el que nació, y también de sus fuertes críticas a la crónica contemporánea, a la que considera ahogada en sus pretensiones de experimentación.
— Leí el comienzo de la novela que difundieron desde la editorial y ya se advierte una prosa muy tuya. Y hay un tono ahí que puede encontrarse en un texto que en su momento publicamos en Infobae, un texto que fue escrito muy al comienzo de la pandemia, en el que aparecen puntos centrales de tu biografía y personajes centrales, como tu madre y tu abuela. Me gustaría que me cuentes un poquito del vínculo entre ese texto y esta novela que se premió.
— Yo no me había atrevido en los últimos 30 años… En realidad, quizás tengo una noción de escritura de más años porque mis primeros textos fueron escritos cuando me iniciaba como actor en la Patagonia, en un grupo de teatro en el que escribí dramaturgia. Escribí mi primer texto sobre pibes chorros desde la ficción total y un par más, con Daniel Vitulich, que es el nombre que yo me puse como seudónimo para presentarme a este premio. Daniel Vitulich quizás haya sido el primer hombre del que me enamoré; fue mi maestro de teatro, formado con Raúl Serrano y con Eugenio Barba, que nos daba clases en un jardín de infantes de un perdido barrio de Cipolletti, en el año 87, a mí y a un grupo de adolescentes y de unos locos hermosos. Él era para mí el modelo de adulto descentrado que yo quería ser. Entonces ya trabajaba sobre los temas que he podido escribir después. Cuando yo tenía 14 años, Daniel Vitulich nos dijo: “salgan a coger porque si no cogen no van a aprender nada de la vida”. Yo le hice caso (risas). Y me puse su nombre… Daniel murió muy joven, se cayó en la bañera de un ataque cardíaco a los 40 años, una cosa así, muy joven. Muy joven y brillante como era. Pero me fui de tema.
— Te preguntaba por el vínculo entre el texto sobre la pandemia y lo que es la novela.
— Mirá cómo son las cosas: él entonces nos invitaba a trabajar con materiales propios y yo no fui capaz de hacerlo ni durante esa época de aprendizaje con él ni a lo largo de los siguientes 20 años. Recién pude ante el desafío de la pandemia que fue pensarnos hacia el futuro. Yo me pongo a leer filosofía contemporánea y voy a quienes piensan la extinción, básicamente. A Donna Haraway, Isabelle Stengers, a Bruno Latour, a Deborah Danowski, a los filósofos contemporáneos que, de algún modo, son una pequeña comunidad de viejitos sabios que dan claves para pensar. Y recién cuando me puse a leer eso, la filosofía activó la memoria, que me hizo traer a esas mujeres ancestrales que me permitieron narrarlas en tercera persona y ponerlas a funcionar como personajes en un texto. A mí me costó mucho asumir la autoridad que, sin embargo, ya había asumido para contar a otres, antes de hacer de mis propios seres, los que me habitan, personajes. Yo creo que algo del orden de la filosofía y del pensamiento crítico tuvo que ver con el origen de la novela. Paradójicamente o no tan paradójicamente, porque yo vengo con Anfibia trabajando en la intersección entre la narrativa y el pensamiento.
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Durante la conferencia de prensa en la que fue anunciada la novela ganadora y se transmitió por streaming, Cristian Alarcón respondió varias preguntas de periodistas de España y Latinoamérica. En ese marco, desde su casa en Buenos Aires y a través de la pantalla, comentó que el germen de la novela podía leerse en un artículo que escribió al comienzo de la pandemia de coronavirus, cuando aún sabíamos muy poco del virus, cuando no existía la vacuna, cuando nuestras vidas y el mundo se pusieron entre paréntesis. Allí, entre otras cosas, pueden leerse estos dos fragmentos.
“Crecí con mi madre repitiendo: esto es el fin del mundo. Cada evento trágico en la familia, el fin del mundo. Un hombre abandona a su mujer, el fin del mundo. Una mujer a un hombre, el fin del mundo. Su hijo mayor gay. El fin del mundo. Cae el muro de Berlín, el fin del mundo. Su hijo menor gay. El fin del mundo. Se muere Aura de un derrame cerebral, demasiado joven, justo cuando dejaba de sufrir. El fin del mundo. Se divorcia su único hijo heterosexual. El fin del mundo. Dos aviones se estrellan contra las Torres gemelas. El fin del mundo. Un tsunami arrasa con los pueblos de pescadores, el fin del mundo. Se divorcia su hijo menor. El fin del mundo. Estalla Chile y se prende fuego. El fin del mundo. Se cae de una escalera y se fractura la muñeca, el fin del mundo. Un virus encierra a la humanidad y mata a decenas de miles. Eso, el fin del mundo.”
“Mi abuela no sabía cuándo se hincó a pedir perdón por sus pecados –qué pecados pudo cometer una campesina que pasaba el día en botas de agua enterradas en la tierra cultivando frutillas, grosellas, habas, papas y flores, bajo la lluvia eterna de los sures, acaso pegarles a los hijos— que mientras lo hacía, mientras pedía a dios que le reservara un lugar en el paraíso, ella y todos sus hijos y mi madre resistían.”
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— Estamos hablando de las mujeres que te anteceden, esas dos mujeres que se convierten en personajes de la novela y que están vinculadas, a su manera, a un relato o a la idea del fin del mundo. ¿Qué fue para vos hasta esta pandemia, hasta esta novela, el fin del mundo? ¿Y qué es hoy?
— Yo creo que el fin del mundo es el fin de los vínculos, ¿no? Ni siquiera es el fin de la naturaleza como la conocemos, del ambiente con atmósfera en el que podamos respirar, de los mares colapsados por la industria, por las industrias de todo tipo, desde el petróleo hasta la piscicultura, que nos están destruyendo. Yo creo que el fin del mundo llega antes y es el fin de los vínculos. Y que la única resistencia que verdaderamente podemos ejercer en este momento es la respiración de los vínculos. Cómo nos constituimos y nos confirmamos en el mundo como seres críticos, ambiguamente felices, ambiguamente tristes en relación a los afectos. Creo que en la afectividad y en la perseverancia, en la dificultad creciente que tienen las relaciones, es donde está la salida. No creo que haya activistas ecologistas verdaderamente comprometidos con la causa que no estén deconstruyéndose como machos o como hembras también tomadas por el patriarcado. Si eso existe, no es algo que vaya a transformar el mundo. No creo en activistas ecologistas que no sean capaces de remitir el ego y que no tengan un camino espiritual que les permita cuestionarse los lugares que ocupan en sus organizaciones, en el Estado, en las universidades, en la academia o donde estén si no son capaces de revisar sus prácticas más sensibles. De hecho, desconfío de todo aquel que esté hoy guiado sólo por una idea de eficiencia, incluso aquellos que lo hacen en nombre de los sobrevivientes. Yo creo que estamos en un punto de inflexión en el cual todos los que desarrollamos algún tipo de sensibilidad y que tuvimos las herramientas, desde la educación, desde la formación, desde la clase, desde los privilegios que nos habitan a quienes producimos cultura, por ejemplo, debemos articular, producir, y tener el impulso de la felicidad sin culpa al mismo tiempo que criticamos. La novela es sobre la búsqueda de la felicidad, no es otra cosa. Es una novela sobre esta contemporánea búsqueda de la felicidad en medio del éxito, el dinero, las posiciones, las carreras, el trepa, el arribista, el traidor, el que abusa, el que antes que al otro siempre pone lo propio, e incluso antes que el otro también pone la causa, ¿no? Porque también hay egoísmo de causa. Me siento parte de una causa y en nombre de la causa arraso sin miramientos a mi alrededor. La novela es la retracción al espacio privado, íntimo, del jardín pero también es el reconocimiento de esa ancestralidad en la que se sobrevivió a cosas peores.
— Estamos hablando de vínculos y me parece que también hablamos de una palabra que en general en los intelectuales suele ser erradicada que tiene que ver con las emociones. Me parece que hay algo del orden de las emociones que aparece en los productos periodísticos en los que venís trabajando y que me parece adivinar en esta ficción. Y, en este caso, como si esas emociones vinieran de la mano de lo manual, a partir de ese cultivo del jardín.
— Me hacés pensar en la obra de Sebastián Hacher y el bordado. Me haces pensar en la relación entre arte y artesanía en las mujeres wichis que acaba de visitar mi amiga y vecina Gabriela Cabezón Cámara en el norte salteño que, paradójicamente, desprecian que las consideren artistas por algún tipo de mecanismo cultural que hace que rechacen esa posición, pero donde también el arte central las reconoce en términos de su singularidad extrema. Me hacés pensar en los cocineros y en las cocineras, tanto los que cocinan en los comedores como en los que están innovando en la gastronomía más sofisticada. En los artesanos del mueble, en los carpinteros. En los que trabajan con la madera, con el metal. La escultura como una disciplina en crisis se traslada a una cierta sofisticación del diseño, ¿no? Me hacés pensar en Raúl Trujillo, mi ex amor, que trabaja con capullos de seda y los talla. Yo me crié al lado de esa gente. Yo tengo la bendición de haber crecido al lado de artistas que me enseñaron lo que significaba el valor de la textura de una tela, la calidad de la procedencia de las cosas, las cosas antes de ser cosas. Y no por imperio de una industrialización rechazada porque somos hippies con OSDE y entonces nos gusta solamente lo natural. No, por un ejercicio cotidiano en el hacer. El otro día leía a María Inés La Greca, Escrito entre mujeres, se llama su libro, editado por Mansalva, me hizo pensar como pocas cosas. Algunos dicen que María Inés es la discípula de Judith Butler en la Argentina, yo la conozco porque es la compañera de uno de los nuevos editores de Anfibia, Andrés Mendieta, y de pronto me encontré con su libro porque me lo regaló para mi cumpleaños. Allí habla sobre cosas muy puntuales pero en un momento dice, de manera inconsciente, qué voy a hacer, y lo escribe mal, y juega con hacer y ser. Creo que ella da con algo sustancial para pensarnos a futuro, qué voy a hacer y qué voy a ser. A nosotros nos enseñaron que uno podía ser una cosa y hacer otra, y vamos hacia un lugar en el que la felicidad, oxímoron imposible de la cultura, se relaciona demasiado con la conjunción, con la concordancia, con la coherencia entre hacer y ser.
— Como periodista naturalmente siempre estuviste atento a quién te va a leer, porque los periodistas escribimos para que nos lean. Los escritores también pero, de pronto, más de uno dice “a mí me interesa que me lean estos cinco”, “me interesa que me lean estos tres”, “me interesa que me lean los que me interesan”. ¿Qué público te imaginás que te va a leer en una ficción premiada como ésta, viniendo de un tipo de lector que te lee hace años no sólo en los medios sino como autor de libros de no ficción que han sido muy exitosos? ¿Te imaginás que va a cambiar ese público?
— Yo espero que, digamos, con todo el trabajo que me llevaron los pibes chorros y los narcos, las travestis, las putas, los estafadores y los personajes descentrados y subalternos a los que me dediqué durante años, mis lectores sean lo suficientemente generosos como para comprar esta novela y ver qué carajo le está pasando al puto en su primera vejez. Vamos a dejarlo ahí. A mí los que me interesan son los lectores nuevos. Las lectoras nuevas. O sea, yo no estoy ajeno a que esto es también un manual, a que El tercer paraíso es un manual de jardinería. Pues quiero que me lean todas las jardineras y los jardineros de la Argentina, si querés poner un ejemplo. Consciente de que la mitad de ellos son fascistas. O sea, fascistas en el sentido del fascista pedorro que uno puede conocer en la Argentina. Digamos, acá ni Milei es fascista, ¿entendés? Yo soy chileno, yo sé lo que es un fascista.
— (Risas).
— Yo sé lo que es la gente de derecha. Pero bueno, vamos a hablar en términos argentinos. Me encantaría calar en conciencias no aptas para la progresía. Me encantaría entrar en la cabeza de mis primas. Me encantaría ser leído por otres aún en la disidencia extrema. Las grandes jardineras de la Argentina, que las tengo clarísimas a todas, he visto todos sus vivos y todas sus intervenciones y sus clases y sus workshops, he tomado los cursos, he hecho todo, son celestes. Desprecian no sólo la cuestión del aborto sino el feminismo y todo lo que viene atrás. No obstante, yo con ellas podría hablar durante horas.
— Sí, lo entiendo.
— Ese punto de contacto me parece una inauguración. Quizás las termino odiando y ellas a mí. No lo sé. Quizás no. Hay algo de lo atávico, de lo sagrado, de lo ancestral que tiene que ver con la naturaleza que oficia como punto de partida para conversaciones que hasta ahora no se pueden dar.
— Tu llegada a la novela coincide con tu regreso a Chile. Esta refundación de Cristian Alarcón como narrador de ficción llega en un momento de refundación en tu país de nacimiento. ¿Cómo vivís eso?
— Es hermoso. Yo vengo planeando un viaje, yo me voy el lunes a Chile a reunirme con Giorgio Jackson (N. de la R: el diputado chileno) que es una persona que admiro muchísimo y que ahora me entero que es fanático de Anfibia. Él es uno de los jóvenes que ha repensado la política. La escritura y la salida de la novela es un proceso de regreso a mis raíces, a mis ancestros, pero también a la política, a esta política. A estos jóvenes los estudio, los escucho, los leo y no me dejo de sorprender. Lo cual al mismo tiempo me produce un espanto terrible porque también he tenido mis ilusiones, he creído y he dejado de creer. Me da mucho miedo dejar de creer en ellos, en elles, ¿no? Sin embargo, soy muy, muy optimista; creo que Chile está viviendo una transformación en las estructuras democráticas y no solamente en los liderazgos. Que Chile vive una transformación de las prácticas más cotidianas. Estuve el año pasado tres meses allí, casi cuatro, escribiendo y lo viví con mis propios primos, tíos y tías en un pueblo perdido del Sur. Quizás más conservadores. Y, sin embargo, yo, con toda mi disidencia, estuve cómodo. Hay algo del orden de lo cultural que está allí en un punto de ebullición que permitiría un nuevo orden para mí. Y me encanta que mi novela llegue en este momento porque en otro momento hubiera sido imposible de publicar. En otras ocasiones yo he dado entrevistas en Chile que no fueron publicadas porque lo que tenía para decir era imposible de escuchar. Quizás ahora… puede ser que ahora yo mismo sea más tímido, sabés, quizás yo era demasiado pretencioso. Quizás yo era un porteño de mierda que fue al Nacional Buenos Aires y que cree que la tiene clara. Oficiaba de ciertos porteños que desprecio por su autosuficiencia eurocentrista y rubia. Quizás ahora tengo la edad suficiente para tener la humildad suficiente para conversar y no para juzgar. Porque claro, cuando fuiste excluido… Yo fui excluido, yo me quise volver a los 20 y la mitad de los amigos de mis amigos exiliados eran pinochetistas, pero en la Argentina ya estábamos con el radicalismo de la democracia para todes. Imagináte, no era ningún pelotudo, me quedé acá (risas). Qué iba a hacer allá. Pero pasó el tiempo y vuelvo con un relato que es un relato chileno pero también argentino, pero también latinoamericano; con la distancia suficiente como para que quizás, y no estoy seguro, quizás me toleren. Quizás yo tenga una oportunidad.
— ¿Pensás que a Lemebel le habría gustado tu novela?
— Sííiii (risas). Aunque me hubiera dicho “demasiado mariquita”. Hubiera pedido un poco más de semen, un poco más de sangre, un poco más de mierda. Algo más abyecto, que jugara… Pero no me nace. No me nace. No soy Lemebel, no quiero ser Lemebel. Lo amé, lo amo. Lo padecí. Lo padezco todavía porque sus palabras me retumban. Pero creo que en el fondo me hubiera dicho “niña, al final es la huevada que te gusta, pues niña, defiéndela”, ¿no?
—En un momento, esta mañana en la conferencia de prensa decías algo así como que en una novela son los personajes los que gobiernan. Me gustó mucho esa idea. ¿Cómo fue que te encontraste con eso y cómo es esa diferencia entre pensarte como cronista y como narrador de una ficción?
— Como cronista, ¿viste este brazo?, llegué a Chile y me hice así (cruza una mano en diagonal sobre su pecho y hace el gesto de cortarse desde el hombro). Este otro, me hice así (repite el gesto). O sea, quedó mi cabecita y mi corazón, no quedó más nada. Esta novela está escrita sin ninguna extremidad de cronista. Esto significa que no me pude agarrar del mango de esta puerta, no me pude agarrar de esta computadora, no pude agarrarme de nada. Porque el cronista tiene 50 millones de soportes de los que agarrarse. Para mí hay que promover una escritura de la ficción no sólo en los autores de ficción, por eso la crónica está en este páramo inmundo en el que se ha quedado, porque la experimentación nos llega hasta acá. Es como cuando el agua te llega hasta acá. Yo estoy peleado con la crónica, vos sabés, hace un montón de tiempo. Yo vengo discutiendo con Leila (Guerriero), mi amiga del alma, que la amo y la admiro, y con muchos otros cronistas de América Latina porque creo que llegamos a un límite de nuestro poder de fuego. Por lo pronto, lo que pude hacer solito fue entender que tenía entre manos una historia a la que toda la parafernalia de mi propia vida, que es divertidísima, eh, o sea el modo en que llegué a Chile, que entré en contacto con los mapuches, mis tíos, mis primos, toda la realidad que rodeó la escritura de esta novela era divina para una crónica. A vos te hubiera encantado, a un montón de amigos míos también. Me obligó la literatura a (vuelve a los gestos y sus manos se convierten en hachas para graficar la idea) a esa limpieza. Esa especie de cesión que te lleva a una estructura en la que los personajes mandan fue conflictiva, dolorosa, pero luego fue liberadora y finalmente fue placentera. No es mi madre, no es mi padre, no es mi abuelo, son ellos y son otros, por eso tienen otros nombres, porque no son ellos. Si yo no los hubiera podido reinventar me hubiera amargado y estaría angustiado. Y yo estoy lejos de cualquier demanda, de cualquier reclamo. Aunque cuando ellos lean esta novela no estén de acuerdo con lo que son, porque no son ellos. La protagonista de Si me querés, quereme transa, que no sabía leer, escuchó en una larga noche en mi departamento de la avenida Caseros todo lo que de ella se decía en el libro. Cuando terminó de escuchar, cuando terminé de leerle, me dijo: “Compadre, esa que está ahí es más yo que yo”. El procedimiento de esta novela es exactamente lo contrario.
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