“Los niños no son cosas que haya que poner en un lugar u otro para que no estorben”, dicen los psicoanalistas Luciano Lutereau y Trinidad Avaria en el primer capítulo de su libro Crianza para padres cansados. Preguntas que no pasan de moda. ¿Es obvio que no? Claro, es obvio. Entonces, preguntan: “Si esto es evidente, ¿por qué a veces les decimos: ‘Quedate quieto’? O, tcomo dice la célebre canción de Joan Manuel Serrat: “Deja ya de joder con la pelota”.
No es fácil criar a un chico, dicen, de hecho, sostienenen, “probablemente hoy en día no exista una tarea más difícil en este mundo” . Nunca se ha escrito tanto sobre el tema y nunca hemos estado más perdidos, han dicho los autores.
En el libro se trata de entender cómo escuchar a los chicos pero no convertir la casa en una asamblea deliberativa, cómo lidiar con todo lo que nuestro tiempo nos exige y, a la vez, cuidarlos, cómo dejar, por fin, de ser hijos y volvernos padres.
Aquí, Luciano Lutereau cuenta los entretelones de la escritura de este libro imprescindible que nos hace pensar y nos ayuda a actuar.
Cómo escribimos “Crianza para padres cansados”
Crianza para padres cansados es una ampliación conversada de otro de mis libros, Más crianza, menos terapia; una “ampliación” porque retoma tópicos que en este no había podido tocar –porque no se me ocurrió en su momento y porque un libro se escribe con los años, de manera abierta– y “conversada” porque fue escrito junto con una colega que le puso un sello muy suyo.
Trinidad Avaria es una psicoanalista chilena, con quien durante un buen tiempo tuvimos una columna conjunta en un periódico de su país. A partir de esos textos es que se fue gestando Crianza para padres cansados, cuyo eje central es el reconocimiento del cansancio que acompaña a la parentalidad, en medio de todas las gratificaciones que da; asimismo, gira en torno a una crítica de la idealización de las funciones parentales.
Ya no es tan claro qué se espera de una madre o un padre, los roles se superponen y, en términos generales, hay una idea de crianza que privilegia la satisfacción de las necesidades de un niño y olvida que, en la disimetría entre padres e hijos, la decepción es inevitable. El mandato de ser buenos padres, de hacer las cosas bien, suele generar un forzamiento innecesario.
A nosotros nos importó partir de una pregunta básica: ¿qué convierte a un niño en un hijo? La cuestión básica aquí es la filiación, como motor fundamental que plantea la diferencia entre generaciones. En nuestra práctica nosotros escuchamos que en muchos casos los problemas de las familias surgen cuando se borra esa matriz tan importante: los padres cuentan que sus hijos no los respetan, que sienten que se les debe algo, que no aceptan indicaciones cotidianas.
Para nosotros, había un punto de partida claro: un hijo es hijo de un deseo y, claro, esto no tiene nada que ver con que se haya querido tener un niño. Ser “hijo de un deseo” es no saber qué quieren tus padres; que haya algo en ellos que es enigmático y, por lo tanto, despierta alguna curiosidad. Enfatizar este aspecto es decir que, por un lado, los padres también tienen que renunciar a saber todo sobre sus hijos y, por otro lado, entre padres e hijos no hay fusión.
Dos escenas que siempre me parecieron maravillosas para ilustrar esto: el día en que un hijo, cuando se lo pasa a buscar por la escuela, ante la pregunta de cómo le fue o qué hizo, responde: “No sé, no me acuerdo”. ¡No quiere contar! Quizá no lo sabe y se olvidó en serio, ¡para no contarlo! Y está muy bien, así es que habrá descubierto su intimidad, a través de una resistencia y no tanto porque se le haya hablado sobre este tema.
Hoy a veces se requieren reemplazar con discursos las creaciones espontáneas que un niño debe conseguir con su crecimiento. Se los quiere educar para ser niños, cuando en verdad se trata de tolerar que, entre padres e hijos, hay una extrañeza imposible de reducir o eliminar.
La segunda escena es más linda aún y es la que transcurre cuando un niño se da cuenta de que molesta. Nota que sus padres u otros dos adultos conversan y, entonces, ya no sabe cómo intervenir porque se da cuenta de que interrumpe. Así el niño habrá renunciado a su lugar de privilegio como interlocutor (de la madre o el padre), para ser uno más entre otros.
Esta es una definición de la familia: un grupo dispar y no un sistema de alianzas internas (la madre con el hijo, el padre con el hijo y, a veces, la tensión entre la madre y el padre). Con este criterio es que en este libro hablamos de temas diversos como el colecho, los límites, el tiempo que les dedicamos a los hijos, etc.
Junto con las dos escenas que mencioné, agregaría una tercera –vinculada con el punto de vista del niño ante los padres (o uno de los dos adultos): si su lugar será el de un hijo, tendrá que vivir algún tipo de exclusión. ¡Qué difícil esto! No tanto para el hijo sino para los padres: porque a nosotros nos encanta ser la causa de su felicidad.
Sin embargo, ¿criar a un niño es hacerlo feliz? El vínculo entre padres e hijos, ¿es exclusivo? Con Trinidad veníamos pensando que hay una situación muy común de la temprana infancia que hoy se prolonga más allá de los primeros años: los padres nos angustiamos con la angustia de los hijos, entonces nos cuesta tener tolerancia ante sus conflictos, queremos resolverlos rápidamente o resolverlos por ellos y así les quitamos la chance de crecer y hacer experiencia.
Asimismo, no nos damos cuenta de que el vínculo parental es central, pero no es excluyente; es decir, desde temprano los niños necesitan vincularse con otros (desde otros niños hasta otros adultos, de la familia o no) para no quedar encerrados en un tipo de dependencia perjudicialmente regresiva. ¿Cuántos niños que, en su casa, no comen ciertas comidas, sí las comen en otros lugares?
Que los padres no seamos la única referencia es también una herida narcisista para nosotros, que debemos aceptar, para distinguir entre acompañar un crecimiento y lo que es el control de una madre o un padre que proyecta sus propias ansiedades en un hijo al que no puede perder de vista.
Mientras escribíamos estas páginas, con Trinidad sabíamos que nos metíamos en un terreno difícil, pero también es importante distinguir entre cuidar y sobreproteger. La parentalidad contemporánea a veces adolece de la expectativa de los padres de reparar su propia infancia.
“Sé el padre que te hubiera gustado tener”, dice un célebre slogan muy común en la redes. Nosotros pensamos que esta idea es la fuente de muchos males, porque de lo que se trata es de ser el padre para un hijo singular y no reproducir con un hijo la propia infancia. Quienes hoy tenemos alrededor de 40 años tenemos que buscar otra forma resolver la deuda con nuestros propios padres, que no sea a través de una revancha indirecta con nuestros hijos como árbitros.
Una parentalidad responsable empieza cuando uno renuncia al amor de los hijos. Si todo va bien, seremos amados por añadidura, por cumplir con nuestras funciones de cuidado y protección; pero si buscamos deliberadamente el amor de nuestros hijos como condición para nuestra seguridad personal, para validarnos en nuestros roles y en la vida misma, seremos una fuente de problemas para ellos.
Para concluir, una anécdota. Ayer estaba en el Parque Rivadavia con uno de mis hijos, que quería cambiar figuritas del Mundial. Entonces, en el pasto veo a una mujer que está leyendo un libro mío, cuestión que me incomodó un poco la verdad. Incluso sentí algo de vergüenza cuando la hija de esta mujer se acercó a cambiar figuritas con Joaquín. Encima luego me pidió la firma del ejemplar y, como a mi hijo le faltaba una, ¡se la regaló!
Mi hijo estaba muy contento y preguntó: ¿ese es un libro que escribiste para mí? Se refería a la dedicatoria, dado que conversé con la mujer acerca de cómo mi hijo había crecido en estos años. Le respondí que sí, y él sonrió, por fin algo de lo que hace su padre le reporta un beneficio útil. Yo le pedí que si a otro niño le falta una figurita y él la tiene, que se la regale también, como hicieron con él, porque el intercambio es solo una excusa para compartir.
Criar es agotador. Es una tarea de la que incluso puede ser que no obtengamos el reconocimiento; pero lo hacemos para que nuestros hijos sean buenas personas. Muchos dicen que es una locura traer niños a este mundo, con lo mal que está todo. Yo creo que este es el principal motivo para hacerlo, para que crean en el futuro y, a pesar de la tristeza, el desengaño y la maldad, no dejen de apostar por una vida mejor para los demás.
La crianza está lograda no cuando nuestros hijos nos recuerdan con gratitud o nos muestran que pudimos ser mejores padres que nuestros padres; sino cuando son capaces de trascendernos y reparar algo más importante que nuestra vida: la de la comunidad a la que pertenecen.
Crianza para padres cansados (fragmento)
¿Por qué los niños mienten (y dicen insultos)?
Los niños tienen una relación directa con el lenguaje, al punto de que podamos decir que mucho antes de aprender a hablar ya conocen el valor de las palabras. El vientre de la madre no es un espacio oscuro y aislado sino una caja de resonancia en la que desde muy temprano el bebé escucha la palabra de los demás.
Es posible que un niño primero no entienda lo que oye, pero las palabras tienen un sentido que no se reduce sólo a lo que significan. Porque con las palabras hacemos cosas, expresamos tonos y estados de ánimo, producimos efectos en los otros. Las palabras son mucho más que un conjunto de significados y, por cierto, cuando los niños empiezan a hablar hay dos fenómenos que se muestran especialmente interesantes, dos fenómenos que son parte de un crecimiento muy importante: por un lado, como dijimos en el apartado anterior, los niños descubren que las palabras sirven para decir la verdad lo mismo que para mentir; por otro lado, un buen día advierten que las palabras también se pueden usar para insultar.
En este apartado nos detendremos en estos dos fenómenos, que suelen preocupar a los padres, con el propósito de ubicar que se trata de cuestiones normales (y hasta que se espera aparezcan) que demuestran un gran crecimiento en la relación con el lenguaje y ampliación de las relaciones sociales. Como ya dijimos, mucho antes que la verdad, los niños descubren la mentira. Y ni siquiera descubren la mentira como algo falso (lo opuesto de la verdad), sino como forma de engañar al otro. Por eso los adultos acostumbramos a decirles: “No (me) mientas” en lugar de “No digas mentiras”.
La experiencia de mentir supone para el niño una conquista: hay una parte del mundo que sólo le pertenece a él
Lo primero que descubre un niño es que es posible no contarlo todo, de ahí que pueda decir lo que no es o inventarse una historia. La experiencia de mentir supone para el niño una conquista: hay una parte del mundo que sólo le pertenece a él, sus padres no adivinan lo que piensa, aunque él creía lo contrario, puesto que puede engañarlos. Ese límite entre su mundo interno y los demás enriquece su vida psíquica, al favorecer el desarrollo de su fantasía. La psicoanalista francesa Françoise Dolto dice, refiriéndose a las mentiras de los niños: “No es mentira, es una ficción, es algo que se dice ‘en broma’ por el placer de creer en ello, para soñar despierto sin riesgos… es novela”.
Con la verdad pasa algo parecido, pero más interesante. A los niños les pedimos que digan la verdad; desde pequeños los sometemos a un empuje disciplinario a que nos digan todo, que no nos oculten nada, a la obligación de decirse a sí mismos. Esto nada tiene que ver con el modo más originario en que el niño descubre el valor del término: cuando nos preguntan si algo es real, si acaso existe tal o cual cosa, si un hecho pasó o no. Para los niños, la primera forma de la verdad se relaciona con desprender el mundo real del de fantasía. Por eso preguntan, por ejemplo, si hay monstruos de verdad. Y lo interesante es notar que la sede de la verdad es la palabra y verdadero es algo porque otro lo dice.
Nosotros los adultos les explicamos que la verdad es algo que deben sacar de adentro (de sí mismos) y ellos nos enseñan que no hay acceso directo a lo verdadero, que la verdad es algo que viene de afuera (de los otros) y sobre todo de aquellos a quienes el niño valora.
En este punto, podríamos recordar el caso de una niña –la hija de unos amigos– que jugaba con su padre y, cuando éste impostó la voz y dijo ser un monstruo, le preguntó si era de verdad o era el padre. Como a veces ocurre con los niños, dicen la verdad sin saberlo (la verdad que no se confunde con el saber), es decir, que todo padre es un poco de mentira.
Por eso, los adultos que tenemos que ocupar funciones parentales siempre nos sentimos un poco impostores, cuando no nos angustiamos por tener que ser los representantes de roles que nos generan conflictos, cuando nunca podemos saber con certeza si estamos haciendo bien las cosas. Nadie cría a un niño sabiendo lo que tiene que hacer de antemano o, como dice el refrán: ningún niño viene con un manual bajo el brazo.
Por otro lado, en continuidad con lo que implica decir la verdad y el descubrimiento de las mentiras, cabe tener en cuenta otro gran descubrimiento de la infancia: las “malas palabras”.
Siempre es divertido el momento en que los niños descubren las malas palabras. La mayoría de las veces no saben qué quieren decir (por ejemplo, un niño le puede decir “hijo de puta” a su hermano, sin darse cuenta de que entonces le dice “puta” a la madre), pero les encanta decirlas. Lo que descubren, entonces, es una forma de decir, ¿cómo eso puede ser malo?
A los padres les preocupa, temen la mala educación, pero lo interesante de las malas palabras es que son un paso necesario en la conciencia que el niño va tomando de lo público. Porque descubre también que hay lugares en que se habla de un modo y lugares en los que se habla de otro. Las malas palabras –que no son necesariamente los insultos, porque hoy se insulta mucho (en medios gráficos, en redes sociales, en la televisión abierta, etc.); “malas palabras”, aquellas de las que los padres se preguntan: de dónde sacó esto y rápidamente quieren rectificar esa manera de hablar– representan un gran crecimiento psíquico, porque son la primera aparición de una forma de decir que no proviene de los padres y que, además, sitúa un “afuera” de ellos. Las malas palabras son la antesala de un mundo social que no se reduce a la familia.
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