Han pasado apenas 15 días desde que Sergio Massa asumió como “Superministro” de Economía, no sólo absorbiendo las competencias de los hasta entonces ministerios de Agroindustria y de Desarrollo Productivo y el manejo de las relaciones con los organismos de crédito internacional, sino asumiendo de facto la conducción del gobierno nacional.
El siempre audaz, hiperactivo y ambicioso tigrense se ponía así al frente de un desafío titánico, alejar al país del filo de una empinada cornisa, evitando que la actual crisis económica, social y política terminase en un desastre de históricas proporciones.
Los desafíos son de una magnitud inédita. La aceleración inflacionaria marcó en julio un 7,4%, récord para los últimos 20 años, con proyecciones que ya ubican el alza de precios cerca de los temidos tres dígitos para el 2022. Desde la asunción de Alberto Fernández la inflación ya supera el 200%, y los salarios acumulan 5 años de pérdida de poder adquisitivo. La escasez de dólares ha exprimido las reservas del Banco Central a niveles que comprometen incluso el pago de las importaciones del mes venidero. Si bien el sector exportador viene con un saldo positivo durante el primer semestre, la falta de liquidación de divisas profundiza los problemas. Como la brecha cambiaria sigue siendo importante, las exportaciones pierden competitividad al tiempo que las importaciones -con nuevas restricciones- se encarecen y se dificultan, comprometiendo insumos necesarios para muchas cadenas productivas. Todo ello, como si fuera poco, en un país con una pobreza que es una realidad lacerante que afecta a casi el 40% de la población.
En este contexto, ¿qué balance puede hacerse de estas dos semanas vertiginosas? Obviamente, hablamos de un balance provisorio y condicionado por un amplio abanico de variables contingentes e incertidumbres que pueden hacer que lo que se diga o escriba hoy caiga en la más marcada obsolescencia en cuestión de horas. Aclaración mediante, como todo análisis político, si bien el resultado dependerá del marco interpretativo elegido, no debería prescindir de una perspectiva clara respecto de dónde venimos. No se trata de un acto condescendencia, sino de descarnado y puro realismo.
Lo primero que debe decirse, en este sentido, es que Massa parece haberle puesto un freno a lo que parecía ser el colapso inevitable del Gobierno. La imagen de ese día en que el dólar libre tocó los $350 y la inestabilidad económica y cambiaria se entremezclaba con una interna feroz en el oficialismo, asustó a todos. Esta sensación de que la llegada de Massa al gobierno aportó cierta calma y racionalidad es compartida tanto por oficialistas como -por lo bajo- por varios referentes de la oposición. Como primer balance de las primeras dos semanas en el cargo, no parece poco.
De esta forma, si hay un consenso al interior del Frente de Todos es que el reordenamiento político que produjo el ingreso de Massa parece ser la única alternativa no sólo para evitar el desastre sino para intentar relanzar el gobierno y pensar con algo de optimismo de cara al 2023. El primer consenso es compartido, incluso, por una parte importante del establishment económico y financiero local e internacional. El segundo consenso es compartido, por ahora, por la tríada que lidera la coalición oficialista: el propio Massa, el presidente, y Cristina Fernández de Kirchner.
Ya sea por conveniencia, necesidad, o instinto de supervivencia, lo cierto es que el golpe de timón que está encarando el nuevo “superministro” cuenta hoy con el aval político tanto del Presidente como de su vice, lo que le otorga un amplio margen de maniobra. En el caso de Alberto Fernández, ahora incluso más condicionado que antes, es evidente su desplazamiento del centro de la escena pública y su rol cada vez más protocolar. Mientras el pasado miércoles se registraba en la Ciudad de Buenos Aires una movilización muy importante de la CGT y la izquierda, el Presidente inauguraba un jardín de infantes en La Rioja. En el caso de Cristina, si bien mantiene el silencio, no sólo se sacó “la foto” con Massa antes de su asunción sino que viene teniendo gestos concretos de apoyo: ordenó el bloque en el Senado bajando la línea de priorizar las iniciativas que vengan del Palacio de Hacienda y le cedió al líder del Frente Renovador el manejo del área energética, entre otros.
Los resultados de fondo, claro está, aún están pendientes. Y ante los desafíos de la magnitud que enfrenta el gobierno, son muchos los interrogantes a corto y mediano plazo que flotan en el aire. Pero hay otro clima. Como evidencia de ello, y en el plano político, con la llegada del tigrense al gobierno se dejó de hablar de las peleas internas en el Frente de Todos y las tensiones, desavenencias y resquemores parecieron migrar a Juntos por el Cambio. Si antes se hablaba de la posible ruptura del oficialismo, hoy esos interrogantes parecen haberse desplazado a la principal coalición opositora.
Por ahora, Sergio Massa se ha ocupado de intentar llevar tranquilidad a los mercados sin dejar de transmitir hacia adentro y hacia afuera del Frente de Todos un mensaje de unidad y de apoyo político a su gestión. Massa parece tener en claro la hoja de ruta que pretende recorrer, qué problemas abordar para intentar reestablecer la confianza -la reducción del déficit, la limitación de la emisión monetaria, el control de la inflación, y el fortalecimiento de las reservas-, el interrogante es no sólo si está a tiempo para abordarlos sino si cuenta con las herramientas para intentar resolverlos. Además, si en un potencial escenario favorable, conforme Massa gane más poder, sus ambiciones presidenciales puedan colisionar con los intereses del kirchnerismo. Todas incógnitas que se irán develando con el correr de las inciertas semanas que vienen.
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