El viernes 16 de septiembre de 1955, las tropas del general Eduardo Lonardi ocuparon las guarniciones de Córdoba. Tenía la intención de que, una vez que controlara esa ciudad, la rebelión se extendería por Santa Fe y el río Paraná y luego, tras el bloqueo naval al río de la Plata, se iniciaría el asalto final a Buenos Aires. Suponía que en dos días la insurrección lograría su objetivo: derrocar a Perón.
A Lonardi, que había viajado en un micro nocturno hacia Córdoba para iniciar el complot, le tomó ocho horas tomar la Escuela de Artillería, mientras el resto de las tropas del plan rebelde combatían con mayor o menor fortuna en otras guarniciones del país.
En Buenos Aires, Perón analizó la situación en el Ministerio de Guerra con el general Franklin Lucero y un grupo de generales, y dejó en sus manos la represión a las hostilidades. Durante el fin de semana, Lonardi tenía dificultades para desplazar las tropas hacia otras provincias, donde le reclamaban refuerzos, y estaba cada vez más cercado por el Ejército leal.
El golpe parecía un intento fallido que no lograría conmover la estabilidad de Perón en el poder. Pero la resolución se demoraba.
Tres meses antes
Las bases de sustento del golpe de Estado estaban creciendo de manera crucial en los meses previos. El 16 de junio fue el punto de quiebre. El bombardeo estremeció a Perón. Al día siguiente, no promovió un entierro colectivo, ni colocó a los muertos como bandera de combate. Incluso le ordenó a la prensa oficialista que moderara su estupor ante la masacre.
En su discurso posterior, invitó a tomar el bombardeo como una “lección al pueblo argentino”, para abandonar los caminos de la violencia y retomar los del orden, la ley y la tranquilidad pública. “Nuestros enemigos cobardes y traidores merecen nuestros respeto, pero también merecen nuestro perdón. Por eso, pido serenidad una vez más”, dijo.
La sublevación, ese día, no pudo tomar el poder. En términos militares, fracasó. Pero el poder político de Perón fue alcanzado por las bombas. El 16 de junio había sido un ensayo. La conspiración no se detendría.
Dos días después de que centenares de personas fueran muertas por la marina rebelde, el diario La Nación tituló: “Gran tranquilidad pública”. Valoró la mesura del discurso de Perón después de las bombas e interpretó el fuego aéreo contra la población civil como una consecuencia “algo natural” en las confrontaciones políticas.
El Congreso realizó una sesión de repudio al ataque, pero el radicalismo no participó.
En un comunicado, informó que el bombardeo era el corolario de las políticas de Perón. Exaltó la culpabilidad del Presidente, pero excluyó la del poder naval sublevado, que había lanzado las bombas.
Un intento de paz que se desvanece
Perón intentó un plan de conciliación con la oposición. Ordenó que se restauraran los templos incendiados y purgó de su gabinete a las figuras más expuestas en la política anticlerical. También intentó reconciliarse con el empresariado.
Un mes y medio después del bombardeo, anunció que se había logrado la independencia económica y la reforma de la Constitución y, si bien quedaba mucho por hacer, daba por concluido el “período revolucionario” del gobierno. “No vamos a seguir peleando con las sombras ni con nadie”, expresó en la sede de la central obrera.
Perón también buscó distender la relación con los partidos políticos. Echó a Raúl Apold, su secretario de Medios, y, por primera vez en diez años, se escuchó la voz de la oposición en las radios del Estado.
El líder radical Arturo Frondizi rechazó la conciliación. Consideraba al peronismo responsable de los “sucesos trágicos” del 16 de junio. En forma cada vez menos implícita, la UCR avalaba su derrocamiento. Otros partidos, el conservador y la democracia progresista, en cambio, reclamaron la renuncia de Perón y una “amnistía política” para los marinos detenidos tras los bombardeos.
La iniciativa pacificadora de Perón fue recibida con escepticismo por la oposición.
Por un lado, había grupos de civiles y militares, las fuerzas conservadoras con las que había confrontado Evita, que deseaban terminar con su gobierno, extirpar a las masas de la movilización política y revertir la distribución de ingresos que había perjudicado sus intereses a lo largo de diez años.
Por otra parte, los partidos políticos, que ponían énfasis en las libertades civiles antes que en los intereses económicos corporativos, no confiaban en la nueva versión pacificadora de Perón.
En el resumen de lo actuado en sus dos gobiernos, habían denunciado la utilización de la policía como una “fuerza de choque paralela”, sus torturas, el encarcelamiento a los opositores, la clausura de diarios, el veto a la expresión disidente, la destrucción del gremialismo no peronista, el despojo de los bienes de los partidos políticos.
Y la lista seguía: la corrupción de sus colaboradores, los negociados, el favoritismo para los empresarios del poder, la falta de empleo estatal para los que no estaban afiliados al partido, la expulsión de los docentes no peronistas de las universidades.
La política de “pacificación” se agotó apenas inició su camino. Entonces, Perón modificó el escenario y retomó la ofensiva. A un mes y medio del bombardeo, hizo pública su renuncia al gobierno. Ni siquiera su renuncia, su “retiro”. La táctica obtuvo los resultados imaginables: los dirigentes peronistas la rechazaron y al día siguiente la CGT convocó a un paro con movilización a la Plaza de Mayo.
“Y cuando uno de los nuestros caiga…”
Toda la calma que Perón había promovido en los días posteriores a la masacre para reducir la tensión política y las propuestas de negociación fueron dejadas de lado. En venganza a ese pedido de “tregua” estatal no escuchado, auguró el devenir de la violencia. El 31 de agosto de 1955, desde el balcón de la Casa Rosada, dijo:
“Desde ya, establecemos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino. […] La consigna para todo peronista, esté aislado o esté dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”
El “cinco por uno” se convirtió en el símbolo de su ira, pero, más que de su ira, de su impotencia.
Prisionero de su debilidad y del agotamiento del proyecto de gobierno, Perón intentó atemorizar con palabras a una oposición que no detenía los planes de conspiración ni tampoco se asustaba. El final de la política de conciliación no se tradujo en violencia de hecho. Las masas obreras volvieron a sus casas como cualquier otra jornada de fiesta peronista. No hubo ataques ni incendios, pero todos los puentes con la oposición se habían roto.
La CGT ofreció al jefe del Ejército, general Lucero, el servicio armado de sus afiliados para la defensa del gobierno. Eran seis millones. Otros grupos peronistas pidieron ametralladoras para enfrentar una nueva rebelión. Perón desalentó la formación de “milicias populares”. No deseaba una resolución del conflicto con el pueblo en armas con enfrentamientos callejeros contra grupos civiles y militares rebeldes.
Perón jamás había promovido al pueblo a la lucha. Hasta ese momento, el peronismo no tenía experiencia de lucha. Además, si armaba a la clase trabajadora, ¿quién le quitaría las armas después?
Los sectores golpistas de las Fuerzas Armadas creían que la formación de las milicias peronistas era inminente. Y si no lo creían, lo decían. Era un argumento para sumar fuerzas a la rebelión. La quema de iglesias y la violencia discursiva de Perón fueron disparadores para la organización de un nuevo alzamiento.
El general Lonardi activa una nueva sublevación
El 2 de septiembre, el general Dalmiro Videla Balaguer, que había recibido la medalla a la “lealtad peronista” por su actuación en el bombardeo de junio, intentó sublevar la guarnición militar de Río Cuarto, en Córdoba, junto con otros cinco oficiales. El movimiento fracasó, se fugaron y no pudieron ser capturados. Fue el primer indicio.
Perón no depuró de las filas castrenses a los sectores golpistas, tampoco realizó una reestructuración que favoreciera a los suboficiales que se mantenían leales a su mando.
Uno de los focos de la conspiración lo lideraba el general retirado Eduardo Lonardi, que ya se había levantado contra Perón en 1951. Permaneció casi un año en prisión.
Pero entre ellos había un antecedente más personal: en 1937, mientras servía en la agregaduría militar de la embajada en Santiago de Chile, el mayor Perón había tendido una red de espionaje que le proveía información sobre movimientos de tropas y compras de armas del ejército local. La red fue descubierta cuando él ya había abandonado la embajada y el caso estalló en las manos de su reemplazante, el mayor Lonardi, quien fue deportado de Chile por orden del presidente Arturo Alessandri Palma.
Lonardi representaba a sectores nacionalistas y católicos del Ejército. Fue el coronel Arturo Arana Ossorio, de Artillería, católico y también rebelde en el ‘51, quien lo entusiasmó para liderar la sublevación.
El 16 de septiembre de 1955, Lonardi tomó las escuelas militares de Córdoba. Los comandos civiles armados acompañaron su misión. El último bastión fue la policía local, que no se rindió y enfrentó a los insubordinados. Para la Marina, el alzamiento no resultó sencillo. Tomaron la base de Puerto Belgrano, en Bahía Blanca, pero el avance sobre la de Río Santiago, en La Plata, fue rechazado por el fuego de la Artillería y la Aeronáutica leales.
El general Pedro Eugenio Aramburu, que dudó en un primer momento de colocarse al frente del movimiento militar, viajó a Curuzú Cuatiá, en Corrientes, para tomar un regimiento. Al llegar tarde, su objetivo fracasó. Entonces huyó y dejó a la deriva a las tropas sublevadas.
Dos días después del alzamiento, los rebeldes estaban acorralados. En Córdoba, diez mil hombres de las tropas leales habían recuperado el aeropuerto. La base de Río Santiago también había sido recuperada. Las guarniciones de Capital Federal no se habían levantado. Lonardi estaba a punto de rendirse.
Solo la Marina de Guerra alzada, que había bombardeado la destilería de petróleo de Mar del Plata y amenazaba con continuar el ataque sobre los depósitos de La Plata, Dock Sud y Capital Federal, daba un poco de aliento al plan rebelde.
Perón renuncia al gobierno
Pese al cuadro militar favorable, el día 19 de septiembre, Perón renunció con un mensaje ambiguo, que el general Lucero transmitió por la cadena oficial, para asegurar una “solución pacífica”. Algunos oficiales le pidieron continuar la lucha, pero el jefe de Estado no varió su posición. Delegó el poder en una junta de generales, que se vio obligada a pedir una tregua a los insurrectos cuando estaban a punto de dar por finalizada su sublevación.
Al día siguiente, la junta parlamentó con el almirante Isaac Rojas en un buque de guerra y acordaron la cesión del poder.
Si Perón esperaba que su decisión generara un nuevo 17 de octubre y la indignación popular lo repusiera en el poder, el cálculo político falló.
Algunos grupos sindicales habían reclamado armas para defender al gobierno —que les fueron negadas—, pero la nueva conspiración militar no desencadenó un estado de movilización en el peronismo. La CGT se mantuvo a la expectativa. Lo mismo sucedió en el Ejército. La mayoría de los oficiales estaban decepcionados con Perón —en especial por la quema de las iglesias—, pero no promovieron su derrocamiento porque se sentían ajenos a las luchas políticas. Sumidos en la incertidumbre, los leales, o mejor dicho, los “legalistas”, demoraron la tarea: habían reprimido sin convicción.
El 21 de septiembre de 1955 Lonardi asumió como “presidente provisional” de los argentinos y dos días después ingresó en la Casa Rosada. La Plaza de Mayo fue desbordada por el festejo. Perón se había embarcado en un buque de guerra paraguayo y emprendió viaje hacia ese país. No quería sentirse responsable de una guerra civil. Abandonó el poder y no hizo nada, ni dejó que nadie lo hiciese, por Evita. El padre Hernán Benítez le pidió unas líneas de autorización para que la madre retirara el cadáver embalsamado de su hija del salón de la CGT. No se las concedió.
Después de amenazar con lanzar al pueblo a la calle, con armas de cualquier tipo, para aniquilar a los “traidores que se levantaron contra el gobierno”, la CGT invocó la paz de los espíritus y la grandeza de la Nación, para sentarse a negociar con el general Eduardo Lonardi.
El llamado cegetista no atenuó las movilizaciones en defensa de Perón. En Rosario, el Ejército actuó con carros blindados y caballos, mientras lanzaba latas con gases lacrimógenos desde avionetas para neutralizar la resistencia y retener el control de la ciudad. Hubo enfrentamientos callejeros con muertos y heridos.
En Berisso, Ensenada y otras concentraciones populares que habían abrazado al peronismo desde su origen, las fuerzas de seguridad también fueron desafiadas. Pero se trató de reacciones espontáneas, movimientos de inercia de grupos sin coordinación entre ellos que no podían revertir el hecho concreto: huérfano de conducción tras diez años de permanencia en el poder, el peronismo derrotado no ofreció una respuesta de conjunto para enfrentar el golpe militar.
Todo el imaginario de “los días felices”, la obra histórica de Perón que permitió el ascenso social de la clase trabajadora, que trascendía el nepotismo o la corrupción administrativa, fue impugnado desde el Estado.
El poder militar caracterizó la década peronista como “el período más negro de la historia argentina”. Pero el peronismo, según el discurso castrense ya era parte del pasado. El país iniciaba una etapa fundacional.
Aun así, el presidente de facto Lonardi intentó incorporar a los vencidos para consolidar su proyecto de poder. Convocó a la CGT. Le prometió elecciones internas en seis meses y que no modificaría la Ley de Asociaciones Profesionales, ni se perderían los beneficios sociales. Incluso se comprometió a desautorizar a los comandos civiles que, con el respaldo de la Armada, tomaban por asalto las sedes sindicales, detenían a dirigentes y apaleaban a los obreros. Los comandos se habían desatado. Habían reclamado libertad y derechos humanos, pero promovieron la venganza. Ingresaban en todo establecimiento —hospitalario, social, benéfico— que tuviera la inscripción “Fundación Eva Perón” para saquearlo.
La delicada intervención de Lonardi en el cuerpo social peronista, propia de su pensamiento católico moderado, no obtuvo el respaldo de las Fuerzas Armadas. Consideraban que tenía un programa político demasiado generoso con el enemigo.
Los militares no tenían voluntad de adaptarse a un plan de conciliación. Le reconocían a Lonardi su calidad humana y moral, pero consideraban que no había entendido el problema. En la lucha contra el peronismo, había vencedores y había vencidos. No había empates. Lonardi se negaba a reprimir y a disolver al peronismo. En resumen: no reflejaba el “verdadero espíritu de la revolución”.
El 13 de noviembre de 1955 se produjo el golpe de Estado dentro del Estado. Lonardi fue desplazado. El general Pedro Eugenio Aramburu asumió la presidencia y el vicealmirante Isaac Rojas, la vicepresidencia; ambos unidos por el ánimo de desmontar el aparato peronista. Se iniciaba una política de represión sin pudores contra los trabajadores. La Revolución Libertadora iniciaba su derrotero.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA)
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