Argentina, sujeto pasivo de la historia

Joe Biden y Xi Jinping, presidentes de Estados Unidos y China, los protagonistas de la nueva Guerra Fría (REUTERS/Lintao Zhang)
Joe Biden y Xi Jinping, presidentes de Estados Unidos y China, los protagonistas de la nueva Guerra Fría (REUTERS/Lintao Zhang) (POOL New/)

El siglo XXI ha traído enormes progresos para la humanidad. La era de la globalización ha sido un período de grandes transformaciones económicas, las cuales permitieron a muchos países unirse al sistema de comercio global y elevar el nivel de vida de su población.

Sin embargo, estos avances no han derivado en el tan mentado “fin de la historia,” como predijo luego del fin de la Guerra Fría el pensador estadounidense Francis Fukuyama.

Vivimos en un mundo donde el progreso cohabita con la tragedia. Un mundo de plagas y festines. El avance tecnológico y la alta interdependencia económica entres los países han traído prosperidad al mundo, pero también grandes flagelos como la proliferación del terrorismo, enfermedades pandémicas y un creciente conflicto interno. La historia siempre retorna porque no es posible eliminar el conflicto entre los seres humanos.

Le toca a cada nación decidir si quiere volver a la historia, con los desafíos que esto conlleva o aferrarse a un post-historicismo idílico que, en definitiva, pone frenos a su capacidad de emerger como sujeto activo de la historia.

La historia como espectro de conflicto permanente

La década de los 90′ avizoraba la posibilidad de una paz infinita. Estados Unidos, ganador contundente de la Guerra Fría, proponía un orden internacional basado en la democracia, el librecambismo económico y el respeto al derecho internacional, como instrumentos para evitar los grandes conflictos que impactaron a la humanidad durante el siglo veinte.

El “momento unipolar,” caracterizado por la dominancia casi absoluta de los Estados Unidos y sus valores liberales, duró algo mas de una década. Desde 2001, el mundo viene siendo afectado por una serie de eventos que reconfiguraron el tablero geopolítico de manera determinante.

La Guerra contra el Terrorismo, generado como reacción a los atentados del 11 de setiembre de 2001, intentó yuxtaponer los valores democráticos de Occidente a los principios despóticos que guiaban el accionar de líderes como Saddam Hussein en Irak y el Talibán en Afganistán.

La intención original del gobierno de George W. Bush era expandir la democracia, la libertad, el estado de derecho y los derechos humanos en Medio Oriente, promoviendo un cambio de sistema de gobierno en la región, so pretexto de impedir el accionar de grupos terroristas a escala global.

En estos momentos, el esquema utilizado por los Estados Unidos en la Guerra contra el Terrorismo se está trasladando a combatir a las fuerzas que buscan interrumpir el proceso globalizador tanto en el ámbito externo como en el domestico.

El sistema capitalista que opera a nivel global también es fuente de conflicto permanente.

Las debacles económicas de la década precedente, como la Crisis Financiera de 2008-2009 y la Crisis de la Eurozona (2011) demuestran la intrínseca volatilidad del sistema capitalista. El capitalismo global aprovecha los procesos disruptivos generados por las crisis económicas para crear paradigmas de producción mas sofisticados, los cuales necesitan cada vez menos trabajadores para funcionar efectivamente.

Los cimbronazos económicos que afectaron al mundo en la década pasada han sido una piedra de toque para afianzar el proceso de centralización económica, como lo demuestran la posición cada vez mas encumbrada de las corporaciones globales y la idea de una gobernanza económica mundial.

La pandemia del COVID-19 ha acelerado el proceso de centralización política y económica. El alto grado de interdependencia económica entre las naciones hace que se deban compatibilizar medidas para responder a este flagelo. De todas maneras, la incertidumbre creada por esta plaga crea la posibilidad certera de una globalización fragmentada y organizada en base a áreas de influencia geopolíticas.

Las plagas que azotaron a la humanidad durante este breve siglo XXI están configurando una Segunda Guerra Fría. Esta Segunda Guerra Fría es producto de los sucesos que acompañaron al proceso globalizador. Estados Unidos empieza a ejercer un dominio mucho más selectivo sobre el orden internacional, con una estrategia centrada principalmente en proteger a su área de influencia inmediata. El relativo declive de la potencia dominante traerá grandes oportunidades para los países subalternos, pero también un mayor espectro de conflicto.

Por otra parte, China comienza a adoptar una posición cada vez más nacionalista, basada en asegurarse el suministro de bienes primarios de los países del Sur Global y en promover una retórica autocrática en el ámbito domestico. La Segunda Guerra Fría será tripolar, debido al rol que la Federación Rusa cumple como arbitro entre los intereses de las naciones occidentales y aquellas con las cuales comparte vecindario en el gran continente euroasiático.

La fluidez de la posmodernidad como factor de conflicto

Este mundo de plagas y festines tiene contradicciones que pueden ser explicadas haciendo referencia a los valores fluidos, inmanentes y transitorios de la posmodernidad. Desde esta perspectiva, emergen dos bandos ideológicos opuestos: el progresismo y el populismo.

El progresismo es un nuevo sujeto político. El auge del progresismo es consecuencia directa de la falta de sentido de trascendencia de la era contemporánea. No hay valores fijos y eternos que regulen la conducta humana. Todas las identidades son provisionales. Importa más sentir que saber.

El progresismo busca fomentar los intereses del individuo a través de la materialización de intereses de grupo. Hay que ver al progresismo como una mezcla de ideas de derecha y valores de izquierda. Se busca el interés personal (mediante la afirmación de derechos identitarios) apelando a la ayuda del estado y de las corporaciones globales. Estas últimas ven al concepto de justicia social, la diversidad y la inclusión como instrumentos que justifican la creciente centralización económica de la era de la globalización. El progresismo tiene un modelo filosófico que imita al modelo de expansión comercial de las grandes corporaciones transnacionales. El progresismo es un fenómeno eminente globalista, el cual obvia la especificidad cultural cada país a la hora de expandir su filosofía de vida.

El populismo es la reacción al progresismo. El populismo es un fenómeno que busca, al decir del filósofo italiano Diego Fusaro, fomentar valores de derecha e ideas de izquierda. El populismo no es una fuerza compatible con el progresismo. Para líderes populistas como Donald Trump, Jair Bolsonaro y Viktor Orbán, los intereses de la comunidad nacional deben prevalecer sobre los intereses de grupo. Para conseguir ese objetivo, se busca apartarse de los lineamientos homogeneizadores propuestos por el progresismo. El populismo, en todas sus variantes, sostiene que solo puede haber soluciones locales para los problemas que afectan a las naciones.

El avance de ambas ideologías implica la posibilidad de un mundo cada vez mas autoritario. Ambas corrientes ideológicas sostienen que para mejorar al espectro social hay que ejercer un nivel de centralización política cada vez mayor.

El conflicto entre ambas corrientes ideológicas y la proliferación de plagas (como el cambio climático, las crisis económicas y el conflicto hibrido) traen como corolario el ocaso del liberalismo y el establecimiento de un mundo cada vez mas autoritario. Mejorar al mundo, o responder más o menos efectivamente a los problemas que lo afectan, hace que se necesite un mayor grado de centralización política que termina reduciendo la autonomía de los individuos y de las naciones.

Trascender el conflicto

La poca capacidad de responder efectivamente a estos fenómenos hace que la Argentina sea, en gran medida, un sujeto pasivo de la historia. La actitud reactiva de la clase dirigente hace que no se pueda responder efectivamente a los eventos de alcance global y que, por ende, estos repercutan negativamente sobre el país.

La revisión histórica del aún incipiente siglo XXI no deja mucho lugar para el optimismo. De todas formas, es posible imaginar y crear crecientes espacios de autonomía para el individuo y las naciones. Esto requiere abandonar el pacto faustiano inherente en la promesa del progresismo, el cual ve en la promesa de progreso material ilimitado el fin último de la existencia del ser humano, aún cuando este lleva a un camino de desintegración del individuo y la sociedad.

El individuo debe volver a ser objeto en vez de sujeto de la historia. La irrupción de las nuevas tecnologías y el avance de concepciones transhumanistas de la realidad hacen que el ser humano sea un sujeto pasivo de la historia y, por ende, de la realidad que lo rodea. Este mismo flagelo afecta a las naciones que han decidido conformarse con un rol subalterno en el esquema geopolítico pergeñado en el siglo XXI.

Querer escapar al conflicto significa estar a merced suyo. Insertarse en el mundo significa volver a la historia y aceptar que esta es fuente de conflicto permanente. La Segunda Guerra Fría no tendrá ganadores, sino que fracturará de manera mucho más creciente al proceso globalizador. Se multiplicarán tanto las plagas como los festines. Mirar al mundo tal cual es, y no como queremos que sea o como parece ser, podría llevar a una revisión del pensamiento geopolítico que opera desde principios de la década de los 80′ y, por ende, a un elevamiento de la posición argentina en el mundo.

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