Aportes falsos de campaña: pasan las denuncias, sobrevive la hipocresía

En estos días en que despuntan definiciones para la pelea electoral de 2019, un dirigente que sueña con competir en las ligas mayores le baja el tono al chisporroteo mediático que acompaña las versiones sobre su candidatura: lo expone ante un consultor y resume tres inquietudes. La primera preocupación es si su nombre mueve la aguja de las encuestas; la segunda, cómo reunir masa crítica partidaria, y la tercera, no necesariamente en este orden, cómo financiar una campaña nacional. ¿De cuánto se habla? Los más conservadores calculan unos 50 millones de dólares y los menos ajustados estiran la cuenta a 70 millones.

“Ahora, si tenés más de cien millones de dólares, una campaña presidencial te los consume igual”, dice un conocedor del tema. Nadie que haya recorrido un centro de campaña desconoce que los gastos superan por mucho los límites formales. Las rendiciones –y sobre todo, lo que no se rinde- esconden partes sustanciales de las cifras reales. Se dibujan como se puede porque, además, la difusión del gasto efectivo no sería precisamente positiva en términos de imagen. El ocultamiento tiene entonces componentes legales y de marketing: la hipocresía termina dominando la escena.

El tema del financiamiento de las campañas está instalado de nuevo a raíz de las investigaciones sobre aportantes falsos que sacuden a Cambiemos, por el hecho en sí mismo y porque impacta en su marca partidaria. Podrá discutirse si puede naturalizarse que este tipo de denuncias erosionen más a unos que otros, pero el dato objetivo es que los casos actuales se suman a una lista que integran casi todas las fuerzas políticas.

Vale el ejemplo de la rendición de gastos por las elecciones de 2015. Los tres principales animadores de ese comicio aún deben explicaciones: además de Cambiemos, el kirchnerismo y el massismo. La Justicia electoral reclama aunque exhibe paciencia. Hubo casos muy sonoros también antes, en primera línea los dineros provenientes del círculo vinculado al tráfico de efedrina. Y existe un común denominador: los dirigentes y legisladores que impulsan denuncias miran con un solo ojo, es decir, ven en la vereda ajena lo que no distinguen en la propia.

Entre las primeras reacciones del oficialismo, se contó la decisión de reimpulsar una ley que contemple mecanismos para transparentar el gasto en campañas. Entre los principales planteos, asoma la obligatoria bancarización de todos los aportes. Parece razonable, y necesario –casi elemental-, aunque seguramente resolvería una parte del problema. Tal vez deberían ser discutidos también los montos y los controles efectivos –no sólo en la rendición final-, además del aporte estatal para equilibrar en parte la competencia entre todas las fuerzas.

Por supuesto, sería necesario algún grado de acuerdo político. ¿Hay comodidad en dejar pasar el tiempo a la espera de los consensos? Hasta ahora, las denuncias sobre aportes falsos y otras oscuridades de campaña constituyen un fenómeno casi episódico en la política. Pasan. El asunto pareciera ser cómo cada uno soporta la tormenta, cuando le toca, sin chances de discusión de fondo.

Parece evidente que en el financiamiento hay una gama que va del blanco al negro, con varios grises intermedios. Sobre todo, si se habla de 50/70 millones de dólares para desplegar una campaña presidencial y de más de cinco millones para encarar una batalla electoral en Buenos Aires. La rendición de una parte de tales cifras es un tema, en el que abundan casos de aportantes falsos o sospechosos. El resto, queda escondido.

Los números impactantes que se manejan en el ámbito político surgen de un punteo de rubros que siempre puede ser ampliado. Algunos de los más destacados por operadores y consultores son los siguientes: impresión de boletas, logística para garantizar fiscales en todo el país, publicidad nacional y publicidad enlazada con las campañas locales (gobernadores, intendentes, legisladores), comunicación y prensa, desarrollo y control de campaña en las redes sociales, difusión de actos (desde fotos a enlaces satelitales) y giras del candidato presidencial por todas las provincias, que suelen sumar dos o tres vueltas completas al país.

Lapicera en mano, los renglones ocupados en el recuento de “erogaciones” son más que los referidos y las cuentas terminan siendo siderales. No es un juicio de valor sobre cada capítulo de gastos, sino una descripción; también, un punto especialmente desequilibrante según la dimensión de cada fuerza.
Está claro que las dos fuentes centrales de ingresos en blanco son los aportes del Estado establecidos legalmente y las contribuciones privadas, de empresas y personales, que deberían ser comprobables. No hay mucho más. Pero en una zona que puede ir del blanco al gris figuran algunos “eventos”, por ejemplo las muy promocionadas cenas de campaña donde especialmente empresarios y en menor medida “famosos” de distintos ámbitos pagan sumas exorbitantes por cubierto o por mesa. Dicen quienes conocen el paño que esas recaudaciones podrían ser infladas para blanquear otros dineros.

Es sabido que también existen gastos que son absorbidos por una especie de financiamiento estatal irregular, más allá de cómo se lo quiera presentar. Se trata de salarios u honorarios que en realidad salen de los presupuestos de organismos públicos, legislaturas y concejos deliberantes, entre otros. Pero aún así, buena parte de las campañas es sostenida por dinero no declarado. Contribuciones que se prefieren mantener más que en reserva, pago de favores, corrupciones. Algunos de eso, dicen, transita circuitos en el exterior.

De manera realista, puede suponerse que algunas de estas cosas seguirían pasando aún con una buena ley de financiamiento político. Nada que no se diga de otra ley. Pero una discusión seria del tema podría eliminar alguna capa de hipocresía, además de achicar los márgenes oscuros de las campañas.



FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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