Era un tipo grande con una sonrisa que iba por delante y encantaba. Anthony Quinn nació como Antonio Rodolfo Quinn Oaxaca, padre irlandés camarógrafo y madre zapoteca aunque en el territorio podría haber sido chenanteca, amuzga, cuicateca, chocha, huave, ixcateca, zoque o nahua, tal la variada población autóctona y precolombina, toda etnia con su lengua aún vigente. Fue en Chihuahua el 21 de abril de 1915. Vivió 86 años cuando ya habitaba largamente la leyenda.
Engendró 12 hijos y tuvo cuatro mujeres oficiales, con cada una de ellas fue infiel por descontado: Anthony Quinn era un hombre de gran seducción pero no le sentaba bien el papel de marido. Hacía lo posible, pero no le salía. La primera fue Katherine de Mille, hija mimada del rey del cine grandioso de Hollywood con profusión de romanos, pasajes bíblicos, relatos históricos de énfasis sin límite ni respeto estricto: un hombre poderoso.
Es posible que entonces se abrieran las puertas de la industria a aquel actor distinto, casi raro, capaz de asumir muchos papeles sin encasillarse en los de mexicano, de indio con la cara pintada para la guerra. Tenía una capacidad poco comparable, un registro que le permitió el estereotipo, pero desde luego fue llamado para ¡Viva Zapata!, por Elia Kazan y junto a Marlon Brando, donde hace un poquitín el ridículo en la piel del jefe campesino revolucionario traicionado. El Oscar confirma el papel de Quinn.
Al irse hacia los Estados Unidos muy joven- al lado, pero muy distinto- pensaba en la arquitectura y pasó las pruebas de adaptación como carnicero, lechero, pintor, boxeador, hasta conseguir una beca para estudiar con el arquitecto Frank Lloyd Wright (el mismo Wright fue llevado al cine con Gregory Peck), lo que significó edificar una gran amistad y aprecio mutuo que se mantuvo siempre. Falto de dólares, Wright pagó una operación para corregir cierta dificultad para hablar, y de ese modo se abrió a la palabra hablada – muy metálica, muy cálida- , esencial para lo que el destino esperaba para él.
Wright le sugirió probar con el arte escénico para asentar la dicción y probar otros caminos de sensibilidad: un jardín de senderos que se bifurcan se le presentó bien pronto a este actor asombroso, y en cierto modo raro. Tanto Dominique Sanda – ser exquisito y gran actriz que vivió entre nosotros y filmó con María Luisa Bemberg “Yo, la peor de todas”- como Sofía Loren y Ana Magnani lo juzgaron el más seductor y sexy que habían conocido. Esa bifurcación consistió en dudar entre el arte y la vida de un marino mercante o un explorador antropológico. La aventura.
Fue el arte, aunque con tanta vitalidad y ardor que bien pudiera ser el otro sendero. El cine como estrella, una nova, incluso en teatro (los que saben aseguran que fue antológica su actuación en “Un tranvía llamado deseo”, la obra escrita por Tennesee Williams, en Broadway). Resultó constante el prejuicio acerca de que un hombre fornido y generoso en una límpida virilidad con una cara trabajada a golpes de cubismo no podía ser culto y sensible. Lo fue, desde luego. Lector omnívoro conocía a Shakespeare no menos que a Faulkner, Borges o las novelas populares de Mike Spillane con su personaje Mike Hammer, un detective privado sin reglas, rápida la trompada como pregunta y como investigación, que adoraba.
Un día llegó Zorba. Con su actuación en Zorba, el Griego Anthony Quinn conmovió al mundo, un modelo de inspiración, compromiso y emoción que moldeó la figura del personaje como una flecha en dirección a la posibilidad de vivir el momento, unirse y embriagarse de vida en una realidad que no resultaba amable. Vivir ya. Soñar ya. El momento es el secreto del olvido y la esperanza: entregate por entero, con movimientos de olas que se deslizan una tras otra seguidas de otras veloces, catártico. Es lo que sucede en la película cuando Alexis Zorba pone sobre sus hombros y mueve a bailar a Alan Bates en la playa.
Surgida del libro de Nilos Kazantzakis en 1946 fue adaptada con dirección de Mihalis Kakogiannis, y dos personajes inolvidables: la griega Irene Pappas (largos años enamorado de ella sin que se enterara) y Lila Kedrova como Madame Hortense, cuya muerte en el film es un doloroso duelo entre la vitalidad lúcida y el fin desolador de una vida cuando la gente del pueblo se lleva de la casa cuanto puede en un grupo de buitres en gran medida realistas y pavorosos.
La danza fue y es el sirtaki, tradicional en el folklore griego, modificada para adaptarse a Zorba: Quinn quien debía arrastrar un poco la pierna derecha en lugar de más fuego y más remolino. Fue rodada en las playas de Stavros, Creta, como todo el relato, al que eleva hasta la excelencia y la creación inmortal por la música compuesta y dirigida por Mikis Theodorakis.
Desde entonces, Alexis Zorba propone bailar casi en trance para convivir con el fin de los días de cada uno y los tramos de amargura intensa sin esperar al futuro: carpe diem.
Puede venir bien volver a Zorba o verla por primera vez en los días en que transcurren, con la descompostura de un país mal avenido desde inicios ahora con un futuro espectral.
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