Nunca imaginé vivir fuera de mi país. Por la sangre de mis abuelos, amo Italia, me deslumbran su alegría y su libertad, ese denodado desorden que no deja rincones sin vegetación y sin belleza, esa síntesis de la modernidad con lo eterno que la humanidad solo logra en aquellos que disfrutan de hacerse cargo de su historia. Digo disfrutan y me quedo corto, sienten orgullo de su pasado y seguridad de su presente. Mis abuelos vinieron en aquellos barcos que albergaban esforzadas miserias, las necesidades de la guerra y el sueño de una nueva vida. Millares de descendientes de aquella variopinta inmigración intentan el retorno. Alguna vez pensé que si los abuelos partieron cuando Europa renacía, que a sus nietos viajeros les pueda suceder algo parecido.
Entre el virus y el Gobierno se tensa una cuerda que lleva a muchos al lugar de la desesperanza, la reiteración de la crisis, el fracaso de los rumbos, las dudas, la desmesura y la mediocridad del poder de turno. Todo ello conspira y duele por la ausencia de ejemplaridad y el abandono de la justicia. Una minoría transita la convicción de los fanáticos, con la necesaria ceguera de aquellas convicciones inalterables a la realidad. El resto, los que somos capaces de albergar la duda, sentimos la dificultad de sostener la templanza en una sociedad en la que nos sentimos cada día más pobres.
Tuve un diálogo grabado con Ricardo López Murphy, con quien pensamos distinto al tiempo que coincidimos mucho. Suelo encontrarlo con su portafolio esperando el colectivo, y en una oportunidad, me tocó verlo en Ezeiza en la fila, como todo ciudadano que no tiene acceso al VIP. Paralelamente, en el diario Clarín, Ricardo Roa recorrió la digna historia política de Jorge Sarghini, un peronista que supo abandonar su cargo cada vez que no se sintió a gusto o respetado. Un liberal y un peronista, ejemplos hay, no abundan ni sobran, solo que observar conductas puede ser mucho más relevante que soportar discursos o reiterar acusaciones. Si esa mirada se hubiera impuesto en nuestros últimos tiempos, sin duda otro habría sido nuestro destino. Exigir a los dirigentes testimonio suele ser más valioso que escuchar sus promesas. Resulta irracional la pretensión de imponer el peor pragmatismo como fruto de la modernidad. Ni matar por la revolución ni robar por la política pueden ser asumidos como mal de la época ya que son tan solo una enfermedad, hija de la ceguera, que imagina como lealtad a la causa votar a cualquiera que se apropie de sus banderas. No hay peor traición que apoyar a quienes degradan las ideas que ocuparon el lugar de nuestros sueños. Peronistas o radicales, liberales o conservadores, hasta la misma izquierda, carecen de una dirigencia a la altura de la necesidad.
La cuarentena nos dejó más pobres y más conflictivos, eso no implica que no debamos luchar por el mañana. Primero, construyendo proyectos y alternativas que podamos ofrecer al gobierno; luego, concientizando sobre las virtudes que proponemos y los ejemplos de vida en los que intentamos asentarlas. Entristece escuchar en los cenáculos del poder cómo todos se refieren con impunidad a los negocios y riquezas que le atribuyen. Hemos llegado al punto en el cual la virtud se considera debilidad y la política termina en una acusación que convierte al adversario en enemigo, y destruye, en consecuencia, la misma esencia de la república. En la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires, el kirchnerismo se negó a acompañar un homenaje a José Rucci, una de las víctimas de la guerrilla que la enfrentó con Perón y el movimiento obrero, un acto de soberbia del que solo una autocrítica les permitirá reubicarse en el presente de la fuerza política que los cobija puesto que sin revisar el pasado, podríamos afirmar que solo lo usurpan. Como si ese sector se sintiera dueño único de los derechos humanos y no asumiera las enormes culpas que encarnan las equivocaciones de toda violencia y el peor de los hechos, haberla ejercido en una democracia de la que ellos mismos formaban parte. No solo imaginan una confrontación eterna con sus supuestos enemigos, sino que hasta reivindican el peor de sus errores, la violencia contra sus propios aliados.
El desafío para los jóvenes es el más importante que pueda recibir una generación, el de devolverle el destino a su patria, el de asumir el difícil rol de patriotas. Y no es para tibios ni para aquellos que inventan justificaciones en pos de mantener sus prebendas burocráticas. La sociedad necesita ejemplos y proyectos, militantes de una causa que estén dispuestos a expresar las necesidades colectivas, a imponer la solidaridad sobre la codicia, ese mal que hoy convierte en cómplices a buena parte de nuestros dirigentes. El desafío es la reconstrucción de la sociedad, eso que fue capaz de lograr Europa después de la Segunda guerra, de esa masacre que los obligó a gestar un destino común, la Unión Europea, que tanto tiene que ver con buena parte de nuestros ancestros. Vidas austeras, ideas claras, respeto por quien piensa de otro modo, y una generación convencida, capaz de trascender en la historia a partir del mejor de los desafíos humanos, que es el de hacerse cargo del destino colectivo.
FUENTE: INFOBAE NOTICIAS
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