La escritora neocelandesa Katherine Mansfield es recordada por ser una de las referentes del campo de la novela corta y el cuento breve, convirtiéndose en una de las personas más representativas del género. También como una figura consagrada del modernismo literario inglés, por su vínculo con la enfermedad y por su temprana muerte por tuberculosis. ¿Por qué, entonces, retraducir un clásico? Porque las obras más conocidas de la autora -incluido el volumen mundialmente conocido como Diarios– fueron editadas y publicadas por su último marido y albacea, John M. Murry. Entonces, conocemos la obra de esta escritora de forma sesgada, tal como su viudo lo quiso.
Sopa de ciruela, editado por Eterna Cadencia, traza un camino distinto. Gracias a las recientes investigaciones literarias, hoy hay acceso a los textos originales de Mansfield y hay una certeza: no escribía diarios como nos hizo creer su marido, sino cuadernos en los que aparecen fragmentos de cuentos, borradores de cartas, recetas, listas de gastos, poemas, entradas de diario.
Con la mayor parte del contenido traducido por primera vez al español, Sopa de Ciruela reúne en sus 464 páginas textos seleccionados de Mansfield, traducidos de los manuscritos originales. El material se nutre de los cuadernos completos, la correspondencia completa y artículos publicados en revistas de la escritora neocelandesa. ¿Cómo elegir? De eso se encargó la docente y traductora literaria argentina Eleonora González Capria que también fue responsable de la traducción, el prólogo y las notas de esta edición. El libro cuenta, a su vez, con bellísimas iustraciones de Josefina Schargorodsky. En esta edición en español, el foco está puesto en las temáticas del deseo, el placer, la comida como refugio, la escritura como alimento vital.
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“La gran mayoría de los materiales aquí compilados jamás fueron traducidos al castellano y muchos de los que sí se tradujeron y aún circulan se ofrecen en versiones censuradas, expurgadas, por razones que resultan cuando menos incomprensibles y cuestionables”, dice González Capria en el prólogo.
En 1997 se publicó la primera transcripción íntegra en inglés de sus cuadernos bajo el título The Katherine Mansfield Notebooks, luego de un trabajo de investigación y recuperación realizado por la bibliotecaria Margaret Scott. Sopa de ciruela nos permite conocer una faceta oculta e impostergable de la obra de Katherine Mansfield.
“Sopa de ciruela” (Fragmentos)
El dolor de muelas dominical
¡Por qué no puedo describir todo lo que pasa! Opino muy en serio que L. M. y yo somos extraordinariamente interesantes. No es mientras la cosa está sucediendo que esa idea se me viene a la cabeza, pero se acerca tanto que alcanza a morderle los talones al pensamiento y lograr que yo también me sobresalte. ¿Será que arruiné su vida feliz? ¿Tengo yo la culpa? Cuando la veo pálida y tan cansada que arrastra los pies al caminar para venir a verme, empapada de lágrimas; cuando veo que los botones del abrigo le cuelgan de un hilo y tiene la falda desgarrada, ¿por qué asumo toda la carga y me siento responsable de ella? El regalo que me dio L. M. fue ella misma. “Acéptame, Katie. Soy toda tuya. Voy a servirte y seguir tu camino, Katie”. Debería haberla hecho feliz. Debería haber “respondido a sus plegarias”. Me habría costado muy poco y eran muy modestas. Debería haber analizado si me merecía tener una discípula. Sí, yo tengo toda la culpa.
A veces, busco excusas: “Teníamos la misma edad. Yo estaba experimentando y me habían lastimado, cuando vino a apoyarse en mí. No podría haber evitado el sacrificio aunque lo hubiera querido”, pero no son más que ficciones. Esta noche la vi doblada del dolor &, cuando salí de la habitación de Jack, la encontré agazapada junto al fuego como un animalito. Entonces, la ayudé a acostarse en el sofá y le preparé una infusión caliente y le llevé algunas mantas y mi edredón oscuro. Y mientras la arropaba tanto me conmovió su largo pelo rubio (que conozco muy bien, que recuerdo hace mucho tiempo) que me resultó fácil acercarme a besarla… y no le di esos besitos a medias de siempre, sino besos rápidos y cariñosos como los que se le dan con alegría a una nena cansada.
–Ay –dijo entre suspiros–, soñé con esto. –(Mientras tanto, yo sentía un poco de náuseas)–. ¡Ay! –repitió cuando le pregunté si estaba cómoda–. ¡Esto es el Paraíso, querida mía!
¡Por Dios! A veces, debo ser una bruta insensible. Es la primera vez en todos estos años que me le acerqué y le di besos. No sé por qué siempre rehúyo, aunque sea imperceptiblemente, de su contacto. No pude besarla en la boca.
A veces tengo muchísimos deseos de hablar al respecto, no un rato, sino hasta cansarme y liberarme de la carga del recuerdo. Es ridículo de mi parte esperar que Jack me comprenda o sienta empatía; y, sin embargo, cuando no me entiende & se aburre o se pone a tararear, me siento de lo más desdichada, ante todo quizás por mi propia incapacidad para cautivarlo…
Últimas palabras a la juventud
Había una mujer en el andén de la estación, una mujer alta y flacucha, de sombrerito redondo con una pluma castaña que le caía como un flequillo mal cortado sobre los ojos. Llevaba un saco color café y una falda entallada color café, y en una mano sin guante sostenía una cartera de cuero rotosa, con los bolsillos exteriores repletos de lo que parecían viejos sobres rotos. Alrededor del cuello, un animal muerto imposible de describir se mordía su propia cola: los pelos erizados estaban húmedos y pegajosos, igual que los de un gatito ahogado. De la falda asomaban unas botas color café abotonadas y el dobladillo de una enagua blanca salpicada de barro. El alboroto y el bullicio, el torbellino de movimientos apresurados, uno detrás del otro, la dejaron desamparada. Se quedó de pie como si fuera parte del mobiliario de la estación y hubiera estado allí años y años, una vieja máquina en la que nadie soñaba meter una moneda y que nadie se tomaba el trabajo de mirar al pasar para descubrir lo que solía contener, si una gota de perfume de rosas blancas o una caja o deux cigarettes à la reine d’Egypte. Incluso los maleteros parecían aceptar que tenía derecho a quedarse ahí parada, y toda la gente que bajaba del tren, las damas pálidas envueltas en pieles, los caballeros fornidos y sin afeitar con abrigos bien cerrados, simplemente no la veían, pero se reencontraban con sus amigos y amantes y se saludaban con un beso y conversaban y discutían bajo las narices de aquella mujer.
“Tiene algo muy desagradable, humilde y resignado, casi de idiota –pensó Marion y se sentó sobre su sombrerera, a la espera de que el misterioso maletero que había aparecido y desaparecido para buscar un carro viniera a llevar sus cosas al guardarropa–. Ojalá venga de una vez, tengo frío, un frío que ya resulta bastante peligroso”. Entonces, abrazó el manguito de piel con todas sus fuerzas, para poner fin a los extraños temblores que le recorrían todo el cuerpo, pero ya no consiguió seguir controlando dos músculos de los pómulos que se movían hacia arriba y hacia abajo como ínfimos pistones.
–No, nunca duermo en los trenes –dijo en voz alta, sin hablarle a nadie en particular– y, querida mía, no tienes idea del calor que hace en ese vagón, las ventanas se abrían una tras otra. Además, había una mujer rara y pálida sentada frente a mí, envuelta en chales negros que ella llamaba chiffons. En medio de la noche, cuando todos dormían, revisó su equipaje, desplegó un pañuelo blanco sobre el regazo, sacó lo que traté de convencerme eran los restos de un conejo frío y le arrancó la carne de las patitas y le quebró los huesos, meciéndose en la penumbra oscilante mientras masticaba (como el retrato del bebé loco de ese belga, ¿cómo se llama? Wierz)… Sí, fue una comida muy siniestra y lúgubre –dijo Marion, y sonrió, reflexionando con una consternación a medias afectada–. ¡Por todos los cielos! Pareciera que me persiguen las mujeres locas, esa de anoche y ahora esta de la mañana. Una mujer loca por la noche es el deleite de los marineros, una mujer loca por la mañana es la amenaza de los marineros.
Entonces, levantó la vista y vio que la mujer desgreñada se le acercaba. Sí, sin duda era muy inquietante… ¡Por todos los cielos! ¿Qué tenía puesto? ¡Qué absurdo! ¡Qué ridículo! Prendida con alfileres al saco, una cinta descolorida hacía destacar una gran insignia en forma de corazón que decía: “Representante de la Sociedad para la Protección de las Niñas”.
Quién fue Katherine Mansfield
♦ Nació en Wellington, Nueva Zelanda, el 14 de octubre de 1888 y murió en Francia el 9 de enero de 1923 a causa de la tuberculosis.
♦ Publicó su primer cuento a los nueve años, “Enna Blake”. En 1911 publicó su primer libro de cuentos En una pensión alemana. Luego, publicó Felicidad y otros cuentos y Fiesta en el jardín y otros cuentos.
♦ Tras su muerte, su esposo Murry publicó una selección de escritos bajo el título Diarios.
♦ Es una recordada autora consagrada del modernismo literario inglés. Se destacó en el campo de la novela corta y el cuento breve, convirtiéndose en una de las figuras más representativas del género.
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