Pienso en Nikita cada vez que veo por la calle, en el metro o en cualquier lugar a una persona tatuada. En su día no me pareció ni bien ni mal que mi hijo se hubiera apuntado a la moda de grabarse dibujos en la piel, aparte de que, para el poco tiempo que pasábamos juntos, me esforcé en todo momento por entablar con él una relación exenta de conflictos.
Las normas, que se las imponga su madre, que para eso exigió, abogada mediante, la custodia que yo no le disputaba. Para ella, el hijo; para mí, la perra. No abrigo la menor duda de quién salió perdiendo en el reparto. A Nikita la ingenuidad lo inducía a la franqueza. Me chivaba secretos de Amalia. «Mamá habla mal de ti», decía. Y en otra ocasión: «Mamá trae mujeres a casa y se meten juntas en la cama».
El chaval había cumplido dieciséis años cuando se tatuó por vez primera y sin permiso materno. Yo no dudé en alabar el resultado desfavorable. Prefiero que vea en mí a un colega y no a un padre represor. Mal gusto no se le puede achacar. Incluso me tienta atribuirle una intención poética por el hecho de que escogiera una hoja de roble, aunque a causa de su tamaño reducido el dibujo sólo es reconocible a corta distancia. A partir de los tres metros se convierte en una mancha indefinible. El problema es el lugar elegido para tatuarse la hoja, justo en medio de la frente. Cuando se la vi, me tuve que morder la lengua para no burlarme. No poco ufano me reveló que toda su pandilla había ido a tatuarse. «¿En la frente?», le pregunté. No, en la frente sólo él.
Tiempo después se hizo otro tatuaje, esta vez en la espalda. Horror: una esvástica. Le pregunté, fingiendo ignorancia, por el significado de aquel dibujo. El pobre infeliz no tenía ni idea. Lo importante, desde su punto de vista, era que él y sus amigos llevaban ahora el mismo dibujo, adoptado como señal identificativa de la pandilla.
Noto que soy incapaz de pensar en mi hijo sin sentir pena. Me pasa a menudo, aunque cada vez menos, que levanto contra él una torre de rechazo y al final yo mismo la derribo con un soplido de compasión. No sé hasta qué punto se le puede reprochar a Nikita nada teniendo en cuenta el padre y la madre que le tocaron en suerte.
Amalia me citó en la cafetería del Círculo de Bellas Artes para conversar conmigo acerca del nuevo tatuaje de nuestro hijo y discurrir una solución entre los dos. Que si aquello era para toda la vida, que qué vergüenza, que si a lo mejor con una técnica de rayos láser se podría borrar el símbolo nazi. Mantuve una calma distante, hasta el punto de que, cada vez más irritada, ella acabó preguntándome si no me importaba lo que había hecho nuestro hijo. Le respondí que me preocupaba mucho; pero que, como sólo me estaba autorizado ver al chaval en las horas estipuladas por la jueza, me sentía con las manos atadas para intervenir en sus asuntos. Amalia me miró como diciendo: «Dime que soy incapaz de educarlo, dímelo por favor, oféndeme para que me pueda desahogar y tirarte a la cara tu parte de culpa». Pero no se lo dije y ella, juraría yo que decepcionada, se despidió con su aspereza de costumbre. «Me odias, ¿verdad?»
Yo no había vuelto al cementerio desde que enterramos a papá. De eso hace la tira de años. A mí estos presuntos remansos de paz no me atraen poco ni mucho. Me aburren. Todo lo contrario que a Patachula, a quien le encanta darse un garbeo de vez en cuando por los cementerios de la ciudad y particularmente por el de la Almudena, pues es grande, abunda en inquilinos célebres y le pilla cerca de casa. Va más que nada a visitar sepulturas de famosos, y cuando está de viaje procura repetir la experiencia en otros lugares; también, por descontado, en el extranjero. Aprovecha para sacar fotografías. Las cuelga en internet, me las enseña. Mira, la tumba de Oscar Wilde. Mira, la de Beethoven. En ese plan. El caso es que yo he ido esta mañana al cementerio de la Almudena justamente porque, al estar él de vacaciones, me libro de su compañía y de su erudición macabra. No sabía yo si está permitido el acceso con perros. Por si acaso he dejado a Pepa en casa. Después he visto a una señora dentro del cementerio con un hermoso pastor alemán.
El calor aprieta con fuerza desde hace varios días. De la parada del 110 hasta la tumba de los abuelos y papá hay un trecho considerable. He llegado con la lengua fuera y la camisa sudada. La losa está, para colmo, a pleno sol. Es de granito sin pulir y en ella figuran, por orden cronológico de inhumación, el nombre del abuelo Faustino, el de la abuela Asunción y el de papá. Están caja sobre caja y la siguiente, el año que viene, será la mía. Tenemos la concesión para noventa y nueve años, de los cuales ya han pasado cerca de cincuenta.
Me he tumbado sobre la losa. Deseaba experimentar la sensación de yacer en el cementerio. No ignoro que se trata de una niñería, pero ¿quién me ve? Sé de antemano las fechas entre las cuales habrá transcurrido mi vida. Poca gente puede afirmar lo mismo. El calor de la piedra me atravesaba la ropa. Por encima de mí, cubría el mundo un cielo de un azul perfecto, no ensuciado, cosa extraña, por las rayas blancas de los aviones. A todo esto, me ha parecido oír voces que se acercaban. Al instante me he levantado y me he ido. No quiero que nadie piense nada raro de mí.
Me costó admitir que papá no era trigo limpio. Todavía, tantos años después, me atraviesa como una estocada el deseo de que algunas murmuraciones que llegaron en tiempos lejanos a mis oídos sobre su conducta en la facultad fuesen infundadas. No ignoro el rumor de que cobraba a sus alumnas en relaciones sexuales una mejora 32 sustancial de la nota, así como otros favores relativos a la carrera universitaria, nunca he sabido con exactitud cuáles. Carezco de confirmación acerca de dichos rumores; pero la circunstancia de que procedieran de fuentes distintas y se produjesen en épocas separadas me lleva a pensar lo peor.
De niño yo creía que la mala era mamá. Hoy intento compensar con afecto y compañía aquella equivocación. Una equivocación a medias, puesto que mamá está lejos de merecer el título de santa. En su descargo debe alegarse que a menudo tuvo que actuar a la defensiva. No obstante, me consta que a veces ella, maestra del disimulo, fue la agresora, aun cuando sus acciones no adoptaran la apariencia de violentas. Tras no pocas vueltas al asunto, llego a la conclusión de que ella era un poco menos culpable que él.
Amalia y yo nos dimos cuenta de que dedicábamos demasiada energía y tiempo a causarnos daño. Superado cualquier escrúpulo de orden sentimental, deshicimos el matrimonio acogiéndonos a la Ley de Divorcio Exprés de 2005. Mis padres no pudieron beneficiarse de una opción similar. La Ley de Divorcio del año 81 establecía trabas administrativas que resultaban altamente disuasorias, en una época, no se olvide, en la cual los españoles seguían apegados a los vínculos matrimoniales indisolubles. La ley prescribía la separación judicial. Imponía, además, como requisito indispensable para obtener el divorcio que los cónyuges suspendieran la convivencia durante al menos un año. A papá y mamá, por comodidad tal vez o por no enfrentarse al qué dirán, les resultó preferible perseverar en esa guerra civil de dos llamada matrimonio hasta que la muerte los separase, que es exactamente lo que ocurrió. La tarde en que sepultamos a papá, él tenía cuatro años menos que yo ahora.
Pasadas las décadas, me da igual lo que pudiera achacarse en el plano de la conducta a mi padre. Ni absuelvo ni condeno. Yo sé que, si él resucitara, iría corriendo a echarme en sus brazos. Como no es posible que él venga a mí, entonces iré yo a él. Será por el coñac que estoy bebiendo esta noche, mientras escribo, pero lo cierto es que me reconforta pensar que él y yo reposaremos juntos.
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