Adelanto de “Los besos”, de Manuel Vilas

Manuel Vilas los besos
“Los besos” (Planeta), de Manuel Vilas

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Las televisiones no quieren mostrar los ataúdes. Hay desabastecimiento de féretros mortuorios. Los ataúdes son importantes: lo dicen todo de la condición humana, y tienen fuerza política. Si ves uno, automáticamente dejas de creer en cualquier forma de nación, o estado, porque te das cuenta de que la verdad está allí, en el ataúd. Por eso no los enseñan.

Un ataúd cuestiona de inmediato cualquier sentido social y económico y político de la vida. Los ataúdes son la verdad desnuda.

Todo el mundo los odia.

Y miro ahora la edición del Quijote que he colocado con mucha ceremonia encima de la mesilla. Produce una sensación de hogar: mesilla y libro.

Me aprendo de memoria frases sueltas del telediario, para confirmar que todo es real.

Aprenderse de memoria frases de un telediario es como rezar para que el mundo exista.

Nadie sabe quiénes son los muertos. Los presidentes de los distintos Gobiernos tienen que hacer un enorme esfuerzo teatral para disimular que les importan esas muertes. Pero todos sabemos que no les importan por una razón bien sencilla: porque a nosotros tampoco nos importan.

Es verdad que lo intentamos, que intentamos con todas nuestras mejores fuerzas que nos importe la desgracia del otro, pero es una desgracia lejana. Somos demasiado hipócritas o tenemos el corazón pequeño.

Les pedimos a los jefes de Estado o a los presidentes de Gobierno que les importe aquello que a nosotros no nos importa. Aunque bien mirado, eso tiene un fondo cómico, y en cualquier caso parece una exigencia laboral que les hace el pueblo a sus políticos.

Para eso se inventaron las liturgias: para que aquello que no puede importarnos parezca que nos importa. También se le llama mostrar respeto. Y está bien. Es un buen invento. Nos ayuda a vivir en sociedad. Nos ayuda a tolerarnos los unos a los otros. El respeto es moderno. Creo que nació después de la Segunda Guerra Mundial.

Pero el respeto no es amor.

Ese respeto es tedio político, mansedumbre, otro terror añadido al terror de la muerte, ese respeto tiene algo de terrorífico dentro.

Mi homenaje es pensarlos como bailarines en el cielo: rodeados de nubes, danzan un vals lleno de luz, todos rejuvenecen, se besan, se muerden, de despedazan, hacen el amor, son infieles, la infidelidad queda abolida para siempre, intercambian sus parejas, los viejos matrimonios se dicen adiós y todos se lían con otros hombres y otras mujeres, los octogenarios y las octogenarias se persiguen en escenas de sexo tórrido, junto al mar, bajo los árboles, hay champán, marisco, un tiempo interminablemente apacible, hay música, canciones de Nat King Cole, y parecen todos adanes y evas.

Ese es mi homenaje a los muertos.

Que vuelvan a bailar.

Bailar.

Como cantaba Franco Battiato: «Yo quiero verte danzar», que es el himno más maravilloso de afirmación de la belleza de la vida que he oído nunca.

Que vuelvan a caminar las calles de sus ciudades: Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona, Málaga, Bilbao, La Coruña, Zaragoza, Oviedo, Cáceres. Que vuelvan a sus calles de siempre, a sus restaurantes, a los restaurantes en donde celebraron sus bodas los que se casaron, que fueron casi todos, porque todo el mundo en España acaba por casarse, pero también quisiera mandar un abrazo profundo a los que se quedaron solteros, a los que no tienen restaurante adonde regresar.

También pienso en los solteros y los pisos que dejaron vacíos al morir, porque tampoco hubo hijos que heredaran esos pisos; tal vez sobrinos, siempre hay algún sobrino a quien de repente le toca la lotería.

Las zozobras amorosas de los que se quedaron solteros se van con el virus, los días en que pensaron en que esta vez sí, que se casaban, y al final fue que no, y la soltería acabó siendo el destino.

Ojalá los sobrinos de los solteros muertos empleen esos pisos para hacer el amor, que es lo único que vale la pena hacer en este mundo antes de morirte, pero eso ya no lo dicen ni el telediario ni el presidente del Gobierno.

De modo que en realidad el virus se plantó ante nosotros para liquidar nuestro erotismo, para dejarnos sin lengua, piernas, sexo, labios, manos, orgasmos, para volver a la Edad Media del pecado carnal.

Sin gemidos.

Sin encuentros casuales en lavabos de estación de tren donde dos desconocidos se corren como bestias, él sentado en la taza del váter, ella encima, y luego ella con las piernas contra la pared y él de pie, y luego él debajo, en el pringoso suelo, y ella golpeándolo con sus pies.

Y al final salen del lavabo, y no se preguntan ni el nombre, y cada uno coge un tren distinto, y jamás volverán a verse.

Y se han amado o lo han intentado, han hecho lo que han podido, no seré yo quien los castigue con el fuego eterno por haber dado rienda suelta a sus instintos.

Y se llevan los fluidos, los sólidos olores corporales un buen rato encima, hasta que se duchen, si es que se duchan.

Porque a los pobres solo los alimenta la ilusión del amor, del sexo, y las caricias. A los ricos les gustan los índices bursátiles, los grandes despachos en los rascacielos, los bancos internacionales, la industria, los jets privados, las mansiones con cien habitaciones y cincuenta cuartos de baño.

A los pobres, entonces, solo les queda el sexo, y con un poco de suerte la unión mística de sexo y amor. Si hay suerte.

Cien habitaciones para hacer el amor en cien sitios diferentes en cien noches.

Los pobres enamorados no tienen tiempo para pensar en odiar a nadie, no tienen tiempo para rebelarse, para tener principios políticos, para hacer una revolución socialista o comunista, o liberal, o lo que sea; no por pobres, sino por estar enamorados.

Los enamorados no tienen tiempo para dedicárselo al mundo.

Yo quiero ser uno de ellos, aunque sea solo por voluntad de estar enamorado.

Decirles a los revolucionarios de hoy e incluso a los de mañana: vuestra revolución es maravillosa, pero me viene mal acompañaros, no tengo tiempo, es que no me quedan ni cinco minutos libres.

¿Por qué?, me preguntaría el líder.

Porque estoy enamorado.

Manuel Vilas los besos
Manuel Vilas (Alex Gallegos/)

8

Lávate las manos, todo el día con la cantinela. Un envilecimiento de la vida, que ahora consiste en el acto insignificante y vacío de lavarte las manos mil veces. Lavarse las manos salva vidas.

Como si en el hecho de lavarse las manos no hubiera un gasto de tu tiempo en donde no estás contemplando la belleza del mundo. Porque el que se lava las manos solo contempla un grifo, agua y espuma de jabón y obediencia.

Es imposible sentir la plenitud de la vida en el acto innoble de obedecer. En la obediencia solo hay renuncia voluntaria a la libertad, degradación y miseria moral.

Poncio Pilatos fue el primer y último hombre capaz de que un hecho tan banal como el de lavarse las manos fuese elevado a categoría filosófica.

Regresa la obediencia, se hace visible el acatamiento, y se hace aún más visible la docilidad. A

sí que invoco el recuerdo del rostro de Montserrat como el lugar de la desobediencia, como el único lugar en donde aún podría ser libre.

Oigo las noticias mientras pliego las sábanas.

La lavadora de esta casa parece nueva. Me embruja, porque tiene una pantalla digital, casi como de ordenador. Hay una explosión festiva en esa mezcla de lavar la ropa y a la vez ordenar ese lavado desde un simulador espacial, o algo así.

Una mezcla de agua, jabón y tecnología.

Si eliges el lavado de una hora, se enciende en la pantalla el número 60. Y luego cambia a 59, y a 58, y a 57, y ves correr el tiempo, y es un tiempo de acción, un tiempo útil, no es un paso del tiempo estéril y melancólico, pues hay una finalidad y un propósito.

Como si hubiera un punto de intersección entre un astronauta y un lavadero, así es esta máquina.

¿Quién fabrica una lavadora? ¿Quién la inventó? ¿Cómo es posible que funcione? ¿Cómo es posible que la gente no se dé cuenta de estos milagros? Si Jesucristo o Lenin volvieran y contemplaran lo fácil que es lavar su túnica de mesías o su chaqueta de pana de revolucionario, se quedarían de piedra.

Una lavadora es un milagro cristiano y es una revolución comunista.

Imagino que Montserrat también tendrá una lavadora, tal vez peor que la mía, eso me entristece. Me gustaría que la suya fuese mucho mejor que la mía.

Veo la televisión. Salen todos los presidentes de los Gobiernos del mundo diciendo lo que hay que hacer, invocando la ciencia. Todos van con ropa interior limpia, pero dudo que sean ellos quienes pongan sus calcetines y sus calzoncillos y sus camisas en una lavadora.

Dudo que sepan hacer funcionar una lavadora, que suele tener muchos programas, no es fácil llegar a un dominio pleno de las posibilidades, que son muchas, de una lavadora; y sin embargo, hubo ingenieros y técnicos y diseñadores y cualificados electricistas que gastaron su vida laboral en conseguir más programas de lavado, mejores rendimientos, y resolvieron grandes dificultades hasta llegar a los últimos modelos de lavadoras, y todo esto pasa desapercibido para la mayoría de la gente que usa una lavadora, porque todo el mundo tiene una.

El presidente de España no sale nunca en las televisiones internacionales, en muchos países la gente no sabe ni su nombre ni su aspecto. Solo sale en las televisiones españolas, y no aparece en las cadenas internacionales de noticias. En eso es menos famoso que Cervantes, cabe señalar ese detalle; por otra parte es un detalle inquietante.

¿Será consciente él de este detalle?

El presidente del Gobierno de España vive en la segunda división del mundo. Me pone triste esta militancia perpetua en la segunda división del mundo. ¿Es consciente él de su papel lateral, irrelevante? ¿A qué achaca su irrelevancia internacional? ¿La vive con dignidad? ¿Se enfurece por las mañanas cuando se despierta y contempla que no tiene llamadas perdidas ni del presidente de los Estados Unidos, ni de la reina de Inglaterra, ni del papa de Roma, ni del zar de todas las Rusias, etcétera, etcétera?

Bah, es estúpido pensar en presidentes de Gobierno. Yo solo quiero pensar en ella. En Montserrat. En su belleza descomunal, pero más en su bondad, pues esa ha sido la virtud que han destacado los dos policías. Estoy resaltando su bondad porque le tengo miedo al enamoramiento. Una persona bondadosa será incapaz de hacerte daño, eso me digo.

Me aferro a la imagen de Montserrat y solo la he visto durante cinco minutos, tal vez siete, pero me ha iluminado por dentro, y qué otra finalidad puede tener un ser humano si no es la de iluminar a otro.

La gran creación de la realidad a manos de la televisión, eso somos, pero de repente yo he encontrado una prioridad distinta, resumida en un nombre: Montserrat.

Parece que la Historia se está revelando, parece que nos enfrentamos a un hecho importante y universal. Nos emocionan los hechos importantes, y el virus lo es, porque en el fondo queremos pensar que existe una voluntad en algún sitio, y que el azar no puede producir hechos importantes. Y eso es conmovedor, porque demuestra que aún somos una especie necesitada de amor, una especie frágil.

Necesitamos que haya un sentido, porque sentido e inteligencia son lo mismo en la especie humana. La inteligencia es la celebración de un sentido.

Una iguana, un alce, un lobo, un tigre, un camaleón, un chimpancé, un delfín, una cigüeña no necesitan narrar la historia de su vida, porque no hay hechos que narrar. Son un gran silencio imperturbable. Permanecen en lo indiferenciado, en lo indistinto, no existe la identidad. Nuestra civilización nace el día en que un ser humano comenzó a contar la historia de su vida y se inventó una identidad.

Tal vez el nombre de Montserrat desencadene también una narración, eso espero, o eso deseo.

Y un amor.

Deseo tanto amar y ser amado.

A mi edad.

A cualquier edad. Todas las edades.

Tengo cincuenta y ocho años y deseo amar.

Pero si tuviera setenta y ocho también lo desearía.

Y si fuese un nonagenario agonizando en un hospital también desearía hacer el amor con quien fuese, y así ha de ser, porque esa es nuestra salvación, porque nos encendemos cuando alguien nos toca, cuando alguien nos besa.

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