En un bar de Monserrat, Julio Victorino Schenone luce un traje elegante, con una corbata mostaza estampada con pequeñas flores y un pañuelo a juego. Recibe a Infobae con una sonrisa, y se dispone a contar nada más y nada menos que su vida, con absoluta humildad y una capacidad de reflexión que inspira a disfrutar de todas las etapas. Tiene una colección de momentos felices que lo motivan, aunque ha sufrido golpes imborrables que lo obligaron a dejar en pausa sus sueños durante mucho tiempo. Las palabras de un amigo lo llevaron a anotarse en la carrera de Derecho a los 76 años. Hoy, con 87, ya tiene su diploma de abogado de la Universidad de Buenos Aires, y sueña con ejercer. La decisión de volver a estudiar lo llenó de vitalidad y el día de la graduación fue uno de los más emocionantes para toda la familia.
Julio es la pinta en persona, atento a cada detalle de su atuendo para las ocasiones sociales. Incluso hizo un curso de ceremonial y protocolo durante un año para aprender cómo desenvolverse como anfitrión, y todo tiene un por qué en su historia. Es hijo de un matrimonio que realizaba tareas rurales en Rojas, ciudad cabecera del partido homónimo en Provincia de Buenos Aires, y pasó toda su adolescencia en el campo. “Desde los 13 hasta los 22 años viví ahí, y tanto yo como mi hermano ayudábamos a mis padres con todas las labores”, cuenta. Él hacía el arado de la tierra con seis caballos, y se acuerda de lo difícil que era aguantar las altas temperaturas en enero, en pleno rayo del sol al mediodía. “Salvo la parte tambera, hice de todo, y vivía lleno de tierra, con tres caballos en una fila y los otros tres en otra, yo arriba del arador, que levantaba una polvareda tremenda, hasta que decidí irme a vivir solo a Buenos Aires”, rememora.
Sus papás no estaban muy contentos con esa resolución, pero nadie pudo frenarlo, y en su interior sabía que se iba para no volver. En abril de 1959 llegó al barrio porteño de San Nicolás y se asentó en una pensión. “Quedaba en Leandro N. Alem 413, no me voy a olvidar nunca, y la verdad es que pasaba hambre; conseguí trabajo en una ferretería, con un sueldo de 2450 pesos, y el alquiler por mes salía 2000, o sea que no me alcanzaba para vivir”, comenta con la memoria intacta. Fueron tiempos difíciles, donde comía bifecitos de hígado y muchos platos de sopa. Por eso atesoraba cuando llegaba el fin de semana y se iba a La Plata a visitar a una tía, que lo recibía con comida casera y por unas horas se sentía en el paraíso.
Su único privilegio era ir a la panadería cuando le quedaba un poco de dinero, y almorzar un té con facturas para llenar el alma y la panza. Lo que lo mantenía en pie era el objetivo que se había fijado cuando se aventuró a buscar su propio camino. “Tenía muchas ganas de aprender y saber, y donde yo trabajaba los chicos de la ferretería se reían de mí porque yo hablaba mal, no sabía ni sacar el 10% de una operación, era una vergüenza y me propuse cambiar eso”, indica. Lo primero que hizo fue estudiar mecanografía, luego de tres años se recibió de técnico contable, y luego sumó los conocimientos de protocolo. Siempre fue un hombre atento, con actitud de esponja, listo para adquirir conocimientos.
“En ese entonces importaban mucho ciertos códigos, como la tarjeta de presentación en papel, que cada profesional tenía determinado gramaje, cierto relieve, y según cada una de esas características te tomaban en serio; cómo vestirse para cada ocasión, para dar buena presencia; qué plato es el indicado para recibir a alguien en tu casa, cómo poner los cubiertos, todas cuestiones que me fueron enseñando”, describe. Su meta seguía siendo la misma: saber hablar, escribir, y algo aún más profundo, el deseo de pertenecer y ser aceptado. “Era una lucha conmigo mismo, yo quería ser alguien, que la sociedad argentina me aceptara, ser un ‘tipo bien’, ser mejor persona, y sentía que me miraban como bicho raro, como campesino sin conocimientos, y como siempre dije, un poco en chiste y otro poco de verdad, que yo pagué para ‘ser gente’, por todos los cursos que hice para poder mimetizarme con el resto”, confiesa.
El poder de la palabra
A la par de su trabajo como ferretero, consiguió otro empleo en un dispensario médico y realizaba tareas de limpieza para sumar otro ingreso. “Tenía que sacar los tachos de la basura, ponerme un guante que me llegaba casi hasta el hombro de esos de electricista, cerrar los ojos y meter las manos porque eran todos los residuos de los primeros auxilios, muchas veces con gasas con sangre, y no había que tener impresión”, recuerda con total honestidad. Esa doble vida laboral la mantuvo un año, bajó 10 kilos por la ajetreada rutina, que empezaba a las 8 de la mañana y terminaba a las siete de la tarde, cuando llegaba rendido a la pensión para comer nuevamente bifecitos de hígado.
En la ferretería estuvo seis años, y en 1964 estudió administración de estancias, donde se codeó con muchos abogados, y ahí supo que esa era la carrera de sus sueños. “Quería una profesión del mundo de las letras, de las palabras, que me ayudara a expresarme, tener trato con la gente, y todos me recomendaban abogacía, pero yo no tenía más que la primaria, así que me anoté en el secundario nocturno de adultos”, revela. Cuando estaba en el tramo final de la secundaria ocurrió un flechazo de amor, que lidera el ranking de sus instantes más preciados. Corría agosto de 1973 cuando tuvo un desprendimiento de retina y requería de una cirugía ocular, así que asistió al turno previsto en una clínica y esa cita fue un antes y un después en su existencia.
“Salió una señorita a recibirme, una enfermera muy bonita, que era la instrumentista quirúrgica que iba a ayudar al cirujano durante la operación, y quedé fascinado con ella”, dice a puro romance. Todavía convaleciente, no perdió ni un minuto del tiempo para hablarle, y se animó a pedirle que lo visite durante los días que tenía que hacer reposo. “Por suerte aceptó, me fue a ver varias veces, eso fue en septiembre, y en noviembre ya le propuse casamiento”, relata. La joven aceptó y en abril de 1974 dieron el “sí, quiero” en una ceremonia de cuento en la iglesia. “Nos fuimos de luna de miel a Bariloche, en pleno invierno, subimos al Cerro Catedral, fui a buscar un chocolate caliente con una porción de torta y en ese momento sentí: ‘Esta es la felicidad’”, manifiesta con los ojos brillosos.
El mismo año que contrajo nupcias se anotó en la Facultad de Derecho de la UBA, y al poco tiempo supo que estaban en la dulce espera. “Nació Martín, nuestro único hijo, que hoy es un ejemplo y estoy muy orgulloso de él”, sentencia. Concentró sus energías en la vida familiar, y postergó la formación académica. “Como recién casado quería disfrutar de estar con mi mujer, de la casa, y aunque me encantaba la universidad y no podía creer que subía las escalinatas de la facultad que era el mismo hombre que antes araba la tierra, preferí estar con mi señora; y lo bien que hice, porque se me fue muy joven”, remata con pesar. Compartieron 21 años de matrimonio, hasta la prematura muerte de su esposa a los 48 años.
“Un verano estábamos en Punta del Este, ella tuvo un cuadro de fiebre muy alta, la llevamos al hospital y falleció mientras le realizaban un estudio médico. A mí ahí se me terminó la vida, quedé viudo con un hijo de 17 años; pero me refugio en que fui muy feliz con mi mujer, era un encanto y bonita como ella sola”, expresa. Cuando cumplió 60 no imaginaba una forma de salir adelante, sino una supervivencia hasta el fin de sus días. Siguió trabajando, especializado en derecho público administrativo, y cada tanto trató de meter materias para avanzar en la carrera, pero algunas las tuvo que hacer cuatro veces para aprobarlas. “Durante 50 años fui empleado en el rubro de provisión de elementos en licitaciones y contrataciones con el Estado; hacía impugnaciones, me encantaba buscarle la quinta pata al gato, y era mi forma de seguir”, se sincera.
Estuvo 30 años en una compañía líder que se dedica a la industria azucarera y papelería, y los otros 20 en otra empresa. “Ahora estoy sin trabajo, porque todas esas tareas cambiaron con la llegada de la tecnología; ya no se hacen más escritos, todo se completa por internet en planillas y no se necesita un abogado para hacer esos trámites”, explica. A sus 75 se replanteó cómo seguir, y fue por las poderosas palabras de un amigo traumatólogo. “Se llama Enrique Lynch, para mí el mejor en traumatología, y una amistad de toda la vida; un día me preguntó qué estaba haciendo con mi vida, y yo le contesté: ‘Nada’”, revela.
“Me dijo: ‘Julio, ¿vos querés ser como mis pacientes?, atiendo muchas personas grandes, que las quiero mucho, pero no sonríen, no tienen proyectos, les preguntás algo y apenas te contestan, es como si tuvieran la vida terminada y estuvieran conformes con eso; si vos seguís así te va pasar lo mismo: tenés que estudiar para mantenerte joven’”, cuenta sobre el diálogo que mantuvieron. Le habló también de que el hábito de fijarse metas -cortas o a largo plazo- es saludable a cualquier edad, y le insistió en que no se dejara vencer por los achaques físicos y mantuviera la vida social, las rutinas de aprendizaje y la convicción de que las hazañas no están hechas para nadie, porque hay oportunidad hasta el último suspiro.
“Doctor Julio”
A la mañana siguiente de aquella conversación, fue hasta Cochabamba y Paseo Colón y se anotó en el CBC. Todos sus compañeros eran jóvenes de menos de 30 años, algunos recién salidos de la secundaria, con la mayoría de edad recién cumplida, y celebra que lo trataron “de igual a igual”. Incluso se juntaron varias veces en su casa para hacer los trabajos prácticos grupales. Lo que pasa es que Julio es una persona entrañable, da gusto pasar tiempo con él, y tiene las palabras justas para cada momento. Es cristalino, y abre los ojos bien grandes cuando algo le interesa o lo sorprende. No le fue difícil volver a su estado natural, el de estudiante vivaz, incluso un tanto pícaro, siempre dispuesto a aprender.
“Aprendí a usar un aparatito para grabar las clases, que fue fundamental porque yo ya no me acuerdo de todo, y superé también el desafío de las clases virtuales en la pandemia”, enumera sobre los obstáculos que venció. Poco a poco se fue acercando a su gran propósito, y su mayor alegría es que en una de las materias se sacó un 10 y lo invitaron a dar un discurso para todo el alumnado. “Me sentí un rey, fue muy lindo hablarle a tantos chicos”, asegura. Fue testigo de cuánta razón tenía su querido amigo, acerca de la importancia de ampliar el círculo social, de codearse con otras personas, y la experiencia académica superó sus expectativas. “Cuando uno estudia ve gente casi todos los días, no son las mismas caras todo el tiempo, eso al cerebro le hace bien, es como una gimnasia mental que te da energía, y encima aprendés un montón”, indica.
Un 8 de julio de 2023 -las vueltas del destino hicieron que sea en el mismo mes que inspira su nombre- recibió el preciado título que lo califica como el Doctor Julio Victorino Schenone. “Lo veo y no lo puedo creer, tantos esfuerzos que uno hizo por ese cartón”, suspira. Ese instante se sumó inmediatamente a su colección personal de momentos muy felices: el día que se casó; el día que nació su hijo; el día que se sacó el 10 en la facultad; el día que nació su nieta Sofía; y el día de la ceremonia de colación. “Veo mi nombre en el título y no lo puedo creer”, admite, y entre risas confiesa que no descarta embarcarse en un posgrado, pero ahora su objetivo a corto plazo es empezar a ejercer la profesión que soló toda la vida.
“Estoy detrás de la matriculación porque de verdad quiero ejercer, pero es difícil que me contraten a mí, se suele buscar abogados con experiencia y prestigio, y no un señor que se recibió a los 87, pero quién me quita lo bailado: nadie”, dice con humor. Saca un papel del bolsillo de su saco y revela que trajo anotadas algunas recomendaciones para aquellos que quieran seguir sus pasos y retomar los estudios.
Con letra cursiva, el manuscrito sagrado dice: “Recomiendo que el estudiante comprenda lo que estudia, porque así se fijan más los conocimientos; que haga una vida sana para mantener la energía mental; mi paso por la universidad pública fue maravilloso y la Facultad de Derecho tiene de todo; es la que les aconsejo que elijan; si pueden el domingo acuéstense temprano, así el lunes comienzan con renovadas energías; el turno mañana me resultó el mejor para asimilar las ideas bien descansado; tengan en cuenta que al que estudia la sociedad lo valoriza y lo respeta, y que la inmensa satisfacción que se siente cuando se llega a la meta es indescriptible”, enuncia.
En su tiempo libre Julio ama escuchar tango, suenan casi todo el día sus canciones preferidas en su casa, donde vive junto a su hijo, su nuera y su nieta de 6 años. Hay un tema en particular que siente que resume buena parte de su vida: “De mi barrio”, el tema de Roberto Polaco Goyeneche, de 1923. “Yo de mi barrio era la piba más bonita, en un colegio de monjas me eduqué, y aunque mis viejos no tenían mucha guita, con familias bacanas me traté. Y por culpa de ese trato abacanado, ser niña bien fue mi única ilusión”, dice una de las estrofas que más lo identifican. “Si le cambiamos niña por niño, es exacto a la búsqueda de aceptación que tuve, y eso que en su momento tuve un gran pasar económico, pude tener propiedades, pero después fui perdiendo todo, justamente por querer pertenecer y abarcar más de lo que podía”, reconoce.
No hay lugar para el arrepentimiento, su personalidad lo empuja hacia adelante y son muchos más los hechos que confirman que predicó con el ejemplo desde la bondad, supo valorarse a sí mismo, cultivó su autoestima y se reconstruyó en cada uno de las lecciones que la vida le enseñó. Hoy es él a quien felicitan y toman como referente por la calidad de sus vivencias. En su barrio todos lo conocen, le dicen que es famoso por las entrevistas que brindó, y verdaderamente, tomarse un café con el Doctor Julio alimenta la ilusión y reaviva la célebre frase de que ‘nunca es tarde’ para perseguir los pendientes del corazón.
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