La madrugada del domingo 9 de septiembre del 2001 Jorge Barón Biza tenía 59 años. Estaba en su departamento de Nueva Córdoba, en el piso doce. Viajaba mucho, daba clases. Ese fin de semana había estado en Rosario, o eso fue lo que le dijo a Fernanda Juárez el viernes, cuando hablaron por teléfono: “Me voy a Rosario”. Se conocían de La Voz del Interior; él escribía críticas de arte y ella, que era pasante, se volvió su asistente. También de la Universidad de Córdoba, donde fue su alumna: durante un tiempo Baron Biza fue profesor en la materia Movimientos Estéticos de la Licenciatura de Comunicación. Pese a la diferencia de edad, se hicieron buenos amigos. Ese viernes, en el teléfono, se saludaron; quedaron en juntarse a la semana siguiente.
Podo más de un año atrás, había estado internado en una clínica. Fue por decisión propia. Depresión. Tenía un problema importante con el alcohol y había decidido dejar de salir, de juntarse con amigos, de asistir a reuniones sociales, justamente por eso. Lo trataba la psiquiatra Sylvia Bermann, que había atendido a toda su familia. A ella le dedicó El desierto y su semilla; también a su “tía con nombre de tía” María Luisa, cuñada de su mamá. Cuando lo visitaba en la clínica, cuenta Fernanda Juárez, estaba “muy afectado, muy delgado, deteriorado”, pero cuando salió “se puso muy bien, aunque a veces lo notaba bastante apagado”. En la madrugada del 9 de septiembre del 2001, cuando faltaban dos meses para que la Argentina explote, Jorge Barón Biza cumplió con eso que alguna vez le mencionó a su primo.
Según Marcelo Scelso, hijo del primer matrimonio de María Luisa, “él decía que cuando abría la ventana sentía ganas de tirarse”. Y lo hizo. Desde el piso doce, en la cumbre del cotizado barrio de Nueva Córdoba, un domingo de septiembre, el 9, hace exactamente veinte años, se asomó y se dejó caer.
Un archivo, un homenaje, una historia
Hoy, a las 18 horas, la Fundación Proa presenta en modalidad virtual una jornada homenaje coordinada por el escritor y catedrático Daniel Link. La investigadora y ensayista Sylvia Saítta hablará sobre los límites entre la vida y la obra de Baron Biza, la doctora en Literatura Latinoamericana Cecilia Palmeiro, analizará la historia familiar desde un punto de vista feminista y la profesora y Magíster en Comunicación y Cultura Contemporánea Fernanda Juárez presentará el trabajo que está realizando con el archivo Barón Biza. Además, se verán fragmentos fílmicos de la conversación entre Christian Ferrer y el escritor cordobés. “Es un homenaje más que merecido. El único libro que publicó en vida, la novela El desierto y su semilla, no ha dejado de crecer con el tiempo. En su momento fue votada como la mejor novela del año. Hoy podemos decir, sin exagerar, que es una de las mejores novelas de los últimos treinta años”, dice Link en diálogo con Infobae Cultura.
El archivo en el que trabaja Juárez es verdaderamente revelado: un sitio web, jorgebaronbiza.com.ar, diseñado por Vicente Schechtel, que reúne una inmensa cantidad de material, entre fotos, manuscritos y textos publicados. “El objetivo es reunir una obra que, por sus características, estaba dispersa y, de alguna manera, inaccesible al público general. Especialmente porque Jorge Baron Biza trabajó alrededor de treinta años como periodista, crítico, corrector literario, editor, escritor fantasma, traductor en numerosos medios de comunicación, tanto en Buenos Aires como en Córdoba. En el período en el que él publicó sus trabajos todavía no estaba el auge de internet, por lo tanto, es una obra que se encuentra diseminada en distintos lugares y en soporte papel. Una parte importante de ese archivo me lo pasó el propio Jorge Baron Biza cuando trabajé como su colaboradora porque él tenía la idea de editar un libro que, finalmente, nunca se concretó”, cuenta.
“Otra parte, proviene de un material que Jorge le envió a Christian Ferrer, quien en ese entonces, a mediados de la década de 1990, estaba escribiendo la biografía de Raúl Baron Biza, el padre de Jorge. Esos dos conjuntos de documentos, en los que hay artículos, notas, cartas, fotografías y otros textos conforman el núcleo original del archivo. Luego, fui encontrando otros escritos, a partir de la búsqueda en hemerotecas y bibliotecas, y así se fue organizando este archivo que hoy está en internet. Actualmente, está en proceso de construcción, todavía falta subir bastante material y la idea es ir completando todas las secciones en los próximos meses. La idea principal es que el centro de ese archivo sea el propio Jorge Baron Biza, en tanto escritor y periodista, y que todo eso otro que rodea a su figura, principalmente la historia de sus padres y también la de Myriam Stefford, esté diferenciada de su propia historia”, agrega.
La tragedia genealógica
Cae rodando sobre la última página de El desierto y su semilla una de las frases más bellas que jamás se han escrito: “Tarde o temprano yo también seré sólo un texto”. Es un punto de llegada pero también de partida: la literatura como inflexión: final y trascendencia. Una botella al mar con todas los fantasmas adentro. Publicada en 1998, esta novela autobiográfica empieza narrando la última reunión de sus padres: Raúl Barón Biza, escritor, provocador, terrateniente, millonario; Clotilde Sabattini, dirigente radical y pedagoga, hija del Gobernador de Córdoba Amadeo Sabattini. Una reunión con abogados, el 16 de agosto de 1964, para ponerle punto final a un conflictivo matrimonio. Están en la Capital, en un departamento sobre la calle Esmeralda. Afuera hace frío y las ventanas están cerradas.
Baron Biza regresa de la cocina con un vaso de whisky lleno de ácido sulfúrico y, antes de firmar el divorcio, lo arroja en la cara a su mujer. Esa misma noche, en ese mismo departamento, se apoya un 38 en la sien y dispara. Jorge tenía 22 años; la vida recién empezaba y ya era una tragedia irreversible. El libro empieza con Mario y Eligia —los nombres ficcionales de él y su madre; el de su padre es Arón— yendo el hospital mientras el ácido hace su efecto. “La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse una cara”. Luego recorrerán juntos Europa buscando cirujanos que reconstruyan el rostro.
“Mi fracaso por comprenderlo me ata a él”, escribe en El desierto y su semilla sobre esa figura difusa, monstruosa, ególatra que fue Raúl Barón Biza, hijo de una familia terrateniente que, mientras se dedicaba a los negocios, escribía. Un dandy, un seductor, rey de las más exóticas fiestas de la zona, entre disfraces, opio y cocaína. Hasta que se enamoró. Su primer amor fue la actriz suiza Myriam Stefford. La conoció en Venecia, se casaron y se volvieron a la Argentina. Murió en el cielo, año 1931, cuando no habían cumplido ni siquiera un año de casados: Stefford, una de las primeras mujeres piloto de Argentina, accidente aéreo en Marayes, San Juan. Baron Biza le pidió al ingeniero Fausto Newton un obelisco de hormigón de 82 metros en el lugar de la muerte. Allí están los restos de su ex mujer, junto a una placa: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que, en su audacia, quiso llegar hasta las águilas”.
Cuando se metió en política, a diferencia de lo que hizo la burguesía agraria, su clase, apoyó a Hipólito Yrigoyen. Años más tarde fue financista de la campaña de Amadeo Sabattini como Gobernador de Córdoba, radical, dirigente de un partido que se proponía de masas, y se enamoró de su hija, Clotilde, de apenas 16 años, veinte menos que él. Esa era la edad que tenía cuando la sacó del internado en el que estaba para huir a Uruguay y casarse, ya que en Argentina no aceptaban las segundas nupcias. Cuando volvieron, la familia Sabattini no lo aceptó. Sin embargo todo cambió cuando, en una de sus peleas recurrentes con su esposa, Raúl Barón Biza la siguió hasta la casa de sus padres. Tenía un revólver en la mano: con la culata golpeó la puerta hasta que le abrieron. No era Clotilde, sino “Tucho” Sabattini, su hermano. También tenía un revólver. Se batieron a duelo. Terminaron presos y Barón Biza, además, con un souvenir permanente: un balazo lo dejó rengo para siempre.
Escribió varios libros, como Alma y carne de mujer y Por qué me hice revolucionario, pero su gran obra fue desde la cárcel —como un Gramsci individualista, como un Marqués de Sade criollo—: El derecho de matar, de 1933. “La pornografía en los libros está en proporción a la degeneración del cerebro del lector”, se lee en la primera página para luego narrar sexo, drogas, satanismo, muerte, sangre, necrofilia. La tapa tiene una calavera con una guadaña ensangrentada. Hizo un ejemplar para enviarlo al Vaticano, lo revistió de plata y alpaca, y le agregó una carta dirigida a Pio XI, el papa de entreguerras: “Para que tus porteros lo dejen pasar, para poder atraer tu atención, para que él sea una nota relevante de brillo en el salón entristecido de tu biblioteca oscura; he revestido de plata su portada”. Hay dos interesantes biografías sobre su figura: Barón Biza: el inmoralista de Christian Ferrer y El escritor maldito: Raúl Barón Biza de Candelaria de la Sota.
El corolario continúa, por supuesto, en clave de tragedia: en 1978 Clotilde Sabattini se arroja del balcón del mismo departamento donde su esposo la había agredido con ácido y luego se había disparado en la cabeza; en 1988 María Cristina Barón Biza, hija de ambos, hermana de Jorge, se suicida con una sobredosis de barbitúricos. En el año 2001, el autor de El desierto y su semilla cierra el círculo trágico con su propia muerte.
El brillo de la estrella solitaria
Entró a la industria editorial desde la corrección, pero después llegó la traducción. Entre 1972 y 1979 trabajó en proyectos como Perón: el hombre del destino, una colección de cinco tomos publicada por la editorial Abril Educativa y Cultural. En 1987 tradujo El indiferente de Marcel Proust, edición que incluye, además de las notas del traductor, el texto de su autoría “Notas sobre Magdalena y Lepré”. Entre 1986 y 1991 fue jefe de redacción y subdirector de La Revista, una publicación de capitales españoles en el que aparecían personajes de la farándula y la alta sociedad. Poco a poco fue depurando su estilo, como quien afila una cuchilla con todas las piedras que tiene cerca. Y así escribió El desierto y su semilla. Se lo mostró a algunos amigos, tomó coraje y lo mandó al Premio Planeta. No quedó ni entre los finalistas. Ese año, 1997, lo ganó Ricardo Piglia con Plata quemada. Entonces decidió pagar él mismo la publicación.
El desierto y su semilla se publicó 1998 por la editorial Simurg con una pintura de Giuseppe Arcimboldo titulada El jurista en la tapa. Llega a Buenos Aires, el epicentro cultural, la leen varios críticos, Fofgwill es uno de ellos. “Jorge Barón Biza conocía bien el mapa de la literatura argentina y le temía”, sostiene Daniel Link, y continúa: “Sabía que un ‘escritor de provincias’ suele estar condenado al folklore y poco más. La suerte de Antonio Di Benedetto era para él un fantasma. Yo diría que su literatura, su novela, es un ejemplo del carácter porteñocéntrico que tiene la literatura argentina y de cómo escritores de gran talento son marginados por no participar de los circuitos de la sociabilidad bonaerense. De modo que la novela El desierto y su semilla (porque la recepción forma parte también de su historia) no solamente tematiza el ‘ser nacional’ sino que es además su víctima”.
Para Fernanda Juárez, “fue un escritor y periodista notable, único en el sentido de que la obra que produjo no se parece a ninguna otra ni es posible inscribirla en ninguna corriente ni en tendencias de una época. Brilla en nuestra cultura como estrella solitaria. Se había formado a sí mismo, en ese sentido era un escritor libre: no se ajustaba a los dictámenes de la academia ni a las modas teóricas. Lo recuerdo como un maestro y un amigo. Una persona erudita y, al mismo tiempo, con mucha calle. Nunca hacía notar a los demás sus conocimientos, que eran vastos y en distintas áreas: estética, filosofía, literatura, historia. Era muy agradable en el trato y generoso con sus amistades. Muy curioso, atento a lo que sucedía en el acontecer diario. Siempre con proyectos para escribir. A medida que fueron pasando los años, su figura y su obra fueron suscitando un interés cada vez mayor entre el público lector”.
Hay dos libros por fuera de su novela única —que se reeditó por Eterna Cadencia en 2013— que reúnen notas periodísticas y textos varios. Uno es Por dentro todo está permitido, editado por Caja negra en 2010 con prólogo y recopilación a cargo de Martín Albornoz: cuarenta artículos agrupados en tres categorías: “reseñas”, “retratos” y “ensayos”. Y uno más reciente, Al rescate de lo bello, de 2018, editado por Caballo Negro: treinta artículos con prólogo de Fernanda Juárez. Ese mismo año, en el mes de julio, la prestigiosa revista The New Yorker publica un texto titulado Cómo Jorge Barón Biza convirtió su tragedia familiar en ficción a cargo de Alejandro Chacoff. Su historia, su figura, su literatura, todo ese gran combo que forma este autor, adquiría un interés internacional. “Creo que sucede algo interesante con su figura y es que el tiempo ha demostrado que estamos ante la presencia de un autor cuya luz, lejos de apagarse, va encendiéndose a medida que pasan los años y alcanzando una dimensión impensada”, concluye Juárez.
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