¿Qué hubiera pasado si Argentina no ganaba…?

[En este extracto de “La Patria transpirada”, Juan Sasturain evoca el partido Argentina – Holanda, la final del Mundial 78, y en particular el momento en que una pelota estuvo a escasísimos centímetros de cambiar el resultado del partido y quizás la historia…]

Nunca es demasiado halagüeño aceptar que la Dictadura cayó —o se fue, mejor— como consecuencia de la soberbia imbecilidad criminal de la guerra de Malvinas y no por otra cosa; menos lo es suponer que los militares podrían haberse ido mucho antes si en la tarde del 25 de junio de 1978 una pelota de fútbol que hacía casi una hora y media circulaba por la colmada cancha de River entre jugadores vestidos de celeste y blanco y de naranja hubiera, en cierto momento, desviado su trayectoria hacia la derecha entre tres y cinco centímetros. No se necesitaba más que eso —el levísimo desvío de una pelota— no digo para voltear de inmediato a la Dictadura, pero sí para modificar sensiblemente el estado de ánimo colectivo de la multitud presente y de la comunidad nacional entera, más pendiente por entonces del destino final de esa pelota que del de la Nación.

La duración del invierno ruso se mide en días o semanas, la nariz de Cleopatra en milímetros. Se dice sin mentir demasiado que por tales cuestiones de semanas y de milímetros la Historia fue (de ir y de ser) por donde y como fue, derechamente, y no dobló de la mano de Julio César o Antonio o Napoleón o Hitler en la esquina y siguió para allá en lugar de venir para acá y hasta ahora. Y también lo de la pelota y los mezquinos centímetros es, con ciertas mediaciones, absolutamente cierto, aunque la levísima modificación —en el encadenamiento infinito de las causalidades— tuviera un vínculo mucho menos ostensible con la realidad histórica y política que en los otros casos.

Osvaldo Ardiles, en la final contra Holanda

[…] Las ucronías —subgénero de la ciencia ficción que parte de las hipótesis tipo qué hubiera pasado si…— se alimentan de esta clase de especulaciones: si Alemania hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial, si la multitud hubiera elegido salvar a Jesús y no a Barrabás y el predicador palestino no hubiese sido crucificado… Las supuestas ulterioridades perfilan un mundo mejor o peor, siempre diferente del que nos cupo. […]

De qué se trata

La final del Mundial 78 en el estadio de River fue un partido extraordinario. En realidad fueron dos partidos: el propiamente dicho y el alargue, que no es otra cosa sino un partidito escueto, quince y quince, un tercio exacto, un bonsai de partido. Y en nuestra memoria y en la historia ese compacto de gloria final se ha comido al primero. […]

Así, la epopeya nacional que llevó a Mario Kempes al justo bronce tiene su momento cumbre en la guapeada del grandote de la melena al viento en el último minuto del primer suplementario. El gol que quebró a los holandeses, esa ráfaga de decisión y potencia que lo llevó a terminar empujando la pelota estirándose entre rivales para mandarla adentro tan cerca de la línea como de la gloria, es la secuencia imborrable, el momento ejemplar congelado una y otra vez para el álbum del procerato deportivo. El ilustre Matador pudo haber hecho algo más o no hacer nada antes y después de esa secuencia. Con eso ya está.

Mario Kempes, el Matador, fue el goleador del Campeonato Mundial de Fútbol 78

Pero hubo un tiempo que no fue hermoso, Sui Generis no dixit. Porque el partido-partido fue un empate de los que te dejan temblando. El redundante Kempes se apuró, hizo el primer gol a los 38 y desde ese momento, durante una hora esperamos que el italiano Gonella acelerara su reloj de arena y nos llevara de una vez por todas a dar una vuelta. Pero no fue así: Holanda empató. En lo que fue el gol más silenciosamente recibido en la historia de la cancha de River y del fútbol argentino, a nueve del final la línea de cuatro aplicó la receta sin mirar al paciente, apostó en línea a la ley del offside, alguien de cuyo nombre no quiero acordarme se desprendió por derecha, vino el centro paralelo y el misterioso y recién ingresado Naninga la puso limpita y fácil arriba y en el medio, entre un Pato espectador de lujo en el primer palo, un Galván más petiso que nunca y un silencio multiplicado por setenta mil. Porque no es lo mismo que se calle uno a que se callen (nos callemos) todos. El silencio suma, como el vacío: no es lo mismo la tácita soledad del ascensorista del Empire State que la de Collins en la cápsula lunar. Así, Naninga gritó su gol en el desierto contra la falsa y aterrada indiferencia del mundo.

Y no fue todo, aún faltaba lo peor. De pronto, la necesidad de que acelerara su curso el goteo de la clepsidra de Gonella —la hora, referí— tuvo otro sentido: no era que se veían en el horizonte las luces del festejo sino que se venía la noche porque, como en los burros, el que empareja gana. Y llegó el momento clave, la cita con el destino. El final de película.

Faltaban tres, dos, cuatro, nada y de nuevo la cosa siniestra, la mala noticia vino desde la derecha. La pelota voló treinta metros y aterrizó en el temible territorio de nadie, las frágiles espaldas de Jorge Olguín, agujero negro del miedo popular, lugar común de tránsito hacia el presentimiento. Y por allá primereó para ultimar el último de la fila: el inolvidable Rensenbrink llegando justo entre el cierre falseado de Olguín y el achique encogido de Fillol metió la pata, puso la zurda, apuntó con el ético dedo (del pie) de discípulo de Spinoza, y quiso instaurar la Justicia, los Derechos Humanos, la victoria de los Buenos de la película —que eran ellos— contrarreloj y junto al palo izquierdo de la Dictadura.

Precisamente. El toque de Rensenbrink, ese toque final, es el momento, la circunstancia de la que hablamos. De este momento o circunstancia se trata.

El holandés yerrante

Hagamos un ejercicio, como en un cuento de Bierce o de Quiroga, y detengamos, congelemos por un instante el fluir temporal. Apretemos pause. La pelota impulsada débil pero suficientemente por Rensenbrink desde posición forzada, muy echado a la izquierda pero también muy cerca, acaba de picar, supera la línea de oposición de Fillol y ya está entre sus espaldas verdes y el arco argentino, a menos de un metro de la raya. Ahí va, paremos ahí.

Es el momento de analizar —entre tantos, miles o millones— el estado de tres culos. Tres culos que venían distendidos y satisfechos, cómodamente forrados en calzoncillos, pantalones y sobretodos, laxamente apoyados en posiciones y plateas de privilegio, y a los que, repentinamente fruncidos, no les cabe un alfiler por el reflejo compulsivo. Cierran el celoso esfínter por todo lo que no llegó a cerrar Olguín: los culos de Videla, Massera y Agosti —que de esos culos castrenses se trata— son los más cerrados del planeta. Y no por culos argentinos sino por culos militares. No por culos futboleros sino por culos asesinos.

Massera, Videla y Agosti

Obsérvese la estrecha diferencia: el transpirado culo atlético del inmediato Pato Fillol; el pálido culo técnico de un Menotti pura ceniza sin filtro; el cobarde culo mío; el tuyo, veterano lector retrospectivo frente a la pantalla de ATC coloreada de apuro por fotógrafos de plaza; y los setenta mil culos saltarines que no eran holandeses en el aire del Monumental, todos quedaron —de Fillol al tuyo—, simultáneamente, en suspensiva angustia constreñida, apretados por el miedo y la impotencia, la amenazada tristeza futbolera del gol en contra sobre la hora, el corte de piolín al más lindo barrilete.

Pero los tres culos militares no: mientras el toque holandés busca la raya, los milicos civilizados para la ocasión sueldan en acero los putos cantos, arman la guardia, buscan ya de reojo la salida desprolija de la cancha como buscarán la de la Historia con la derrota a sus espaldas.

El momento en que Robby Rensenbrink patea al arco y casi da vuelta el resultado y la historia

Controlando la respiración y en medio del silencio más ominoso, soltemos ahora la pelota: play. Ahí va.

El pobre Rensenbrink es, de todos, el que la mira de más cerca, y se da cuenta, sabe, trata de empujarla un poquito. Sin embargo el holandés yerrante —que ha pateado tanto, millones de veces la pelota y que qué daría por un toquecito más— aunque intenta, desea, una corrección levísima, no alcanza, no puede desviarla —es una cuestión de centímetros: tres, cinco…— a la derecha de su trayectoria, y la pelota pega en el palo, pega en el medio del palo y vuelve a la cancha.

No entró. La pelota no entró, no hay gol holandés: no entró, no entró.

El holandés “yerrante”

Por tres, cinco centímetros nomás, después de haber recorrido tantos kilómetros esa tarde agitada, la pelota —que anduvo tanto por ahí ese día y otros— no entró, fue derechito al palo, al medio del palo, ni siquiera un poco más adentro. Como un meteorito que atraviesa medio universo para caer en el Chaco, y luego de tanta indeterminación termina eligiendo no pegarle a un rancho sino al charco de al lado… La pelota de Rensenbrink no entró: pegó en el palo.

Y los esfínteres civiles y militares se distendieron, y comenzó otra historia y Argentina fue campeón en el alargue del Matador que entró en la Leyenda y que quedaría para siempre, no como quedaron los milicos (apenas, nada menos que) cinco años más.

[Extracto del libro “La Patria transpirada. Historia de la Argentina en los mundiales desde 1930”, Sudamericana, 2018]

Juan Sasturain

FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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