Inserción independiente o servilismo lacrimoso

El G20 es una oportunidad para pensar qué pasa en el tablero mundial, qué lugar ocupamos en él y cuál es la mejor estrategia para “insertarnos en el mundo”, como le gusta repetir a la devaluada élite criolla siempre encandilada con las luces del Time Square.

Hasta la década de 1990 vivíamos en un mundo bipolar. Las relaciones internacionales y los modelos económicos estaban, en gran medida, condicionadas por la Guerra Fría entre Estados Unidos capitalista y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) comunista. Paradójicamente, la paridad militar y diplomática entre ambos bloques hacía posible una tercera posición en términos socioeconómicos y un espacio no alineado en términos geopolíticos. En los países con economías de mercado el fantasma rojo les permitió mejores condiciones de negociación para los sectores populares, alumbrando regímenes mixtos como las socialdemocracias escandinavas, los Estados de bienestar europeos, el New Deal norteamericano o el justicialismo argentino.

Con la caída del muro de Berlín y la proclamación del fin de la historia, el capitalismo triunfal mostró su rostro más cruel. Las relaciones internacionales sufrieron la embestida de un creciente unilateralismo norteamericano y la economía global se inclinó hacia formas agresivas de neoliberalismo. Sin embargo, en los primeros años del nuevo milenio emerge un nuevo esquema de mayor multipolaridad en las relaciones internacionales, una persistente resistencia popular al neoliberalismo globalizante y, en algunas geografías, un tímido retorno a modelos económicos que restituyan ciertos derechos sociales.

Los tres mayores estados participantes del G20 (Estados Unidos, Rusia y China) conforman nuevas esferas de poder con estrategias geopolíticas diferenciadas y cada vez más contradictorias entre sí, y con el poder nebuloso del capital financiero global que desconoce fronteras y soberanías para sus operaciones virtuales. La Unión Europea se desangra tensionada por el hegemonismo monetario alemán oculto tras la troica y la crisis migratoria provocada por las guerras petroleras en Medio Oriente. Las fotos sonrientes del G20 y el llanto emocionado del Mayordomo con un vulgar show for export no logran conmover a la real politik de intereses permanentes y amigos fluctuantes. Los grandes problemas de la humanidad, como el cambio climático, el drama de los migrantes y la exclusión social, resuenan desde el desierto en el que grita Francisco junto a los movimientos populares. Tal vez se discutan ligeramente en las cenas diletantes de las damas. Pero el hecho indiscutido de que si no cambia el modelo de producción actual, corre riesgo la vida de nuestros nietos y de todos los seres vivos sigue siendo negado por el G20.

En la década de 1990, Latinoamérica intentó insertarse en el mundo con relaciones carnales y subordinación al capital financiero. Le fue muy mal. Washington no paga traidores. El movimiento popular pasó a la ofensiva a principios de este siglo y finalmente los gobiernos de Chávez, Kirchner, Lula, Evo, Correa construyeron un bloque regional que logró rechazar el área de libre comercio de las Américas y perfilar una nueva era de unión latinoamericana. El sueño de San Martín y Bolívar de una Patria Grande justa, libre y soberana, iba buscando un camino de realización. Sin embargo, en los últimos años, esa incipiente unidad se vio truncada por la intervención convergente del soft power norteamericano y las élites vernáculas que explotaron las muchas vulnerabilidades de este proceso y desarrollaron a nivel hemisférico lo que algunos teóricos caracterizan como “guerra híbrida” (ciberguerra, lawfare, golpes blandos).

El mejor negocio para nuestro país no es someterse al unilateralismo norteamericano ni a las cities financieras globales, sino crear las condiciones de fuerza para lograr una inserción justa, libre y soberana en el nuevo orden multipolar. Eso es imposible sin reconstruir la Patria Grande plenamente integrada como una fuerza económica, diplomática, comercial e incluso militar, que pueda sentarse en la mesa con los grandes y no simplemente servir. Mauricio Macri no lo va a hacer porque tiene espíritu de vasallo que se emociona mostrándoles a sus señores las pantallas led de la Argentina virtual o convidándoles los cortes de carne criolla que en la Argentina real ya no podemos comer. Porque prefiere el perfume francés antes que el aroma de la Amazonia, el Sena al Riachuelo, Trafalgar Square a Parque Chacabuco. Porque prefiere importar armas de Israel y no sistemas de riego para desarrollar la Patagonia; exportar litio jujeño a Japón y no fabricar las baterías que después importamos; vender porotos de soja a China y no productos industrializados con trabajo agregado… Porque, en definitiva, como toda nuestra élite, tiene un incurable complejo de inferioridad con la gente civilizada del gran mundo y se desprecia a sí mismo como latinoamericano mientras nos envilece a todos con su servilismo.

El autor es dirigente social y coordinador nacional del Frente Patria Grande.



FUENTE: INFOBAE NOTICIAS

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